Una visita a Ramala
El domingo 24 de marzo, una delegación del Parlamento Internacional de Escritores, en la que figuran Wole Soyinka, José Saramago, Vincenzo Consolo, Breitenbach y quien firma estas líneas, visitará, junto al secretario de aquél, Christian Salmon, a un poeta encerrado, como tres millones de sus conciudadanos, en una de esas ratoneras dispersas e incomunicadas entre sí a las que se reduce hoy a la llamada Autoridad Nacional Palestina.
El escritor enclaustrado en Ramala por el Ejército de Sharon es uno de los mejores poetas árabes del presente siglo. Su historia personal simboliza la de su pueblo: su aldea natal en Galilea fue barrida del mapa en 1948 y a los seis años de edad se refugió con su familia en Líbano. De vuelta a la tierra ocupada, realizó en ella sus estudios primarios y secundarios y, desde fecha muy temprana, se inició en la literatura y el periodismo. Encarcelado varias veces por los israelíes a causa de sus escritos, se expatrió de nuevo en 1970 y residió sucesivamente en Moscú, El Cairo, Beirut, Túnez y París. Fundador de la excelente revista literaria Al Karmel -probablemente la más valiosa y abierta publicación en su lengua durante las últimas décadas-, vivió en 1982 el asedio brutal de la capital libanesa por el mismo Ejército que hoy le somete a arresto domiciliario. Ese segundo exilio le alentó a desenvolver un bello y conmovedor quehacer poético en el que Palestina ocupa un puesto central. Poesía comprometida con la palabra sustancial y precisa, no meramente militante ni propagandística: Darwish, como todos los poetas auténticos, ha sido capaz de crear una realidad verbal que perdura en la mente del lector con independencia del objeto o causa que la suscitan.
Tras el intermedio de ni guerra ni paz subsiguiente a los paticojos Acuerdos de Oslo, Mahmud Darwish regresó a su país y prosigue en Ramala su labor poética y la publicación de la revista. Allí le pilló la segunda Intifada. Ahora vive la suerte de todos los habitantes de Ramala. Los tanques, lanzacohetes y helicópteros del Tsahal aseguran día y noche el cerco de la ciudad sometida a un despiadado martirio.
El plan de Sharon, expuesto con gran lucidez y valentía por el antropólogo israelí Jeff Halper (Arremetida final para derrotar a los palestinos, EL PAÍS, 11-II-2002), se propone ultimar de una vez su viejo sueño de arrancar a sus enemigos la aceptación de un 'miniestado a piezas, dependiente, sin ninguna continuidad territorial, sin una economía viable y sin una soberanía auténtica'. Para lograrlo, todos los métodos de intimidación y violencia serán válidos: los asesinatos selectivos, la demolición de viviendas, los toques de queda prolongados durante semanas, la expropiación de tierras, el sometimiento de la población palestina a un régimen inhumano y degradante de apartheid.
Si cabe atribuir alguna virtud a Sharon ésta será la de su claridad y franqueza. Su propósito de militarizar la conciencia de la sociedad israelí es la premisa indispensable para erradicar el terrorismo de sus víctimas, esos atentados sangrientos de suicidas desesperados que sería inapropiado e injusto equiparar con los de los fanáticos informatizados de Bin Laden. Pues la utilización del término terrorista es siempre imprecisa, contradictoria e interesada: una vasta gama de naciones, credos religiosos e ideologías han engendrado organizaciones que incitan a matar civiles en nombre de alguna causa supuestamente sagrada. El mundo no se divide entre terroristas y antiterroristas y los actos de los primeros son juzgados muy diversamente según las circunstancias. Pero desde el mortífero y criminal ataque a las Torres Gemelas y el 'unilateralismo' proclamado por Bush en su discurso del 29 de enero, el responsable de las matanzas de Sabra y Chatila, revestido de una impunidad de la que no disfrutaba antes, puede lanzar a sus anchas, en palabras de Jeff Halper, 'su potente arsenal militar contra cualquier objetivo que le plazca, durante el tiempo que le apetezca y sin tener que rendir cuentas a nadie'.
Día tras día, semana tras semana, vemos traspasar los límites de lo tolerable sin que nadie o casi nadie alce la voz para protestar y decir ¡basta! La aplastante superioridad de Estados Unidos a escala planetaria y la de Israel en Oriente Próximo les induce a llevar a cabo, sin límite alguno, su peculiar cruzada contra el Mal -para Sharon no hay la menor diferencia entre Bin Laden y Arafat-, pese al sordo malestar que ello suscita en los países miembros de la Unión Europea y el griterío oficial del mundo islámico: fuera de las manifestaciones de malhumor de los ministros de Asuntos Exteriores de Francia y Alemania y las gesticulaciones y protestas de una impotente Liga Árabe, el silencio imperante tanto en los medios oficiales europeos como entre los intelectuales posmodernos es en verdad sobrecogedor.
La implantación de un sistema de apartheid en torno a los guetos y enclaves palestinos en los comienzos del tercer milenio constituye un caso flagrante de anacronismo con respecto a los logros de nuestra civilización. Si tenemos presente que gracias a la presión internacional se obtuvo la abrogación de aquél en Suráfrica hace doce años, ¿cómo explicar ahora la callada resignación ante el estado de excepción permanente impuesto por un Estado que se considera a la vez excepcional? La excepción israelí que justificó la creación del Hogar Nacional Judío después del Holocausto, ¿puede perpetuarse, una vez conseguido aquél, a costa del sufrimiento y humillación que son el pan cotidiano de los palestinos? ¿No sería ya hora de acabar con tanta excepción y auspiciar la convivencia pacífica de dos Estados normales dentro de unas fronteras internacionalmente reconocidas?
La aceptación, aun provisional, de lo inaceptable sería un desastre moral tanto para los opresores como para los oprimidos. Sharon no es sólo el enemigo número uno de los palestinos, sino, a la larga, del propio Israel.
La reclusión de Mahmud Darwish personifica la de sus compatriotas de Ramala y demás ciudades, aldeas y campos de refugiados de los territorios ocupados en la guerra de los Seis Días, desde el jefe de la satanizada Autoridad Nacional Palestina al último recién nacido entre alambradas, en condiciones indignantes de desamparo y precariedad. La visita de un grupo independiente de escritores a la ciudad sitiada en donde se encuentra va más allá de la solidaridad con el poeta: pretende ser una demostración concreta de que todavía cabe hacer algo frente a las injusticias de la historia y una política retrógrada que, como la de Bush, anula de un plumazo la doctrina de Franklin D. Roosevelt y la alianza de países democráticos que permitió la derrota de los totalitarismos en el pasado siglo.
Juan Goytisolo es escritor.
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