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Reportaje:CUMBRE DE BARCELONA

Un joven como cualquier otro

Los policías antidisturbios se asemejan cada vez más a quienes reprimen

Lleva barba de cuatro días. Tendrá unos 30 años. Está apoyado en la pared, en la esquina de Pelayo con La Rambla, con los dos pulgares metidos bajo el cinto. Se cubre con una gorra y unas gafas oscuras. En la nariz sobresale una herida reciente, de ayer quizá. Los pantalones, muy apretados, le marcan los huevos y unas botas negras le ciñen los camales. Sobre el pecho, en rojo, lleva la marca: Unidad de Intervención Policial. Sus compañeros leen y charlan en dos furgones próximos. Él vigila.

Uno entre tantos. Un policía de combate. Un antidisturbios. Cobran algo más que los policías convencionales. No suelen trabajar en las áridas noches en las áridas garitas. Viajan. Viven desde muy cerca los momentos intensos de la vida: una cumbre europea, una final de Liga, un concierto masivo y salvaje. Cosas buenas para un joven. Su trabajo, además, tiene algunas de las agradables características con que la milicia hace pasar el trago de la juventud: exige una camaradería sostenida, una invisible coordinación sentimental; el grupo protege y les permite ser de algún lugar itinerante y cargado, un cuartel, un furgón, un cuarto. Los jóvenes lo buscan, eso. Corren riesgos. Pero nunca en frío. Este aspecto de la cuestión tiene una importancia considerable; su riesgo de ser policías está siempre asociado a una generosa descarga de adrenalina: pueden romperles la cabeza, pero será frecuentemente en la pequeña guerra. No se parece al riesgo de caer sobre un bordillo solitario, con un tiro burocrático en la nuca.

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Hace 20 años, los antidisturbios solían alimentarse de los casos problemáticos. Entonces había muchos problemas y muy variados. De forma automática, los problemas se enrolaban en la llamada Reserva. Es fácil pensar en ella: 200 hombres en un cuartel de las provincias del Norte, bebiendo como cosacos fieros y aburridos todo el día y saliendo a disolver al caer la tarde. Entonces se pegaba con más implicaciones. Con más corazón.

La democracia quiere pocas implicaciones. Sólo las imprescindibles. Desde luego, para ellos nunca será lo mismo entrar en un nudo de gritos, piedras y fuego de Jarrai que en una manifestación de camioneros, aunque se defiendan con llave inglesa. Un pulso distinto en las manos, una activación distinta de recuerdos. Pero en la generalidad de su trabajo hay una técnica, una frialdad, comprendida incluso una ausencia de piedad, plenamente deportiva. Echen un vistazo a los uniformes: cualquier policía (incluso cualquier acomodador de cine), hace 20 años, iba disfrazado de generalito; ahora van de jugadores de rugby. Nada había más distinto que un melenudo y el generalito que lo perseguía luchando contra sus rígidos faldones grises. ¿Ahora? Ahora el joven de la media barba ha abandonado su pared y se ha metido en el furgón. Ya hay movimiento. En 10 minutos estará formado, con el casco, las espinilleras y el resto del utillaje. Al otro lado le esperan otros jóvenes. Algunos, incluso, empiezan a venir con casco.

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