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CRÓNICAS
Columna
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El agua de los conejos

Juan Cruz

Los periódicos publican tesoros que se valoran cuando desaparecen, pero se quedan mejor en la memoria que los grandes acontecimientos de los que viven las primeras páginas. Son pequeñas obras maestras que pacientes artesanos del alma de los diarios elaboran a lo largo de años hasta que son ya nuestra vida cotidiana. A los que vivimos pendientes de la letra impresa de las mañanas nos suceden milagros con los que ya convivimos siempre, y esos milagros no están en las solemnidades editoriales, en las entrevistas grandiosas o en la explosión de las polémicas, sino que se hallan casi siempre en el tesoro marginal que alguien cultiva como si estuviera poniendo agua sobre flores secretas.

Ahora que ha muerto Carlos Casares, los que le leíamos como si le estuviéramos oyendo sabemos que harán falta años y poetas para que crezca otra vez una sensibilidad igual, capaz de contar que lo que se olvida de lo que pasa es casi siempre lo único que importa de todo lo que sucede. Estaba mirando siempre, y miraba para contarlo.

Le estoy viendo: con su mano derecha dentro del pantalón, caminando lentamente por las calles de su tierra, parado ante un escaparate en el que ya no hay nada, la tienda se está cerrando para siempre y allí vendían antes un pan que él olió de niño. De pronto sigue caminando y mientras habla en su mente callada se fabrica el artículo que luego va a dictar a su diario y que al día siguiente reproducirá para nosotros cómo se abría el pan para que oliera. Otro día llega en moto a la cita diaria, y veraniega, con su amigo Torrente Ballester, el viejo escritor le saluda con la mano, como si le indicara que tiene prisa para empezar a hablar, y mientras baja el índice hasta posarlo otra vez sobre el bastón, el Carlos Casares que escucha las historias como si fuera un niño de escuela sabe que mientras se quita el casco y los guantes esa mano temblorosa del maestro le ha dado el comienzo de su próxima fábula, le escucha y va pensando en el tiempo que tarda una mano en hacer el gesto de bienvenida y por esa vereda de las cosas pequeñas transitaban sus artículos y sus conversaciones.

Estaba pendiente de la vida, era la vida; una semana antes de morir dejó dicho que estaba padeciendo con dolor e impotencia la enfermedad súbita de una perra que les había hecho felices, a él y a su gente, y narraba con la sencillez respetuosa con que los amigos cuentan sus dramas que ya todo dependía del veterinario. Era una columna sencilla de amor cotidiano por los que fueron fieles, y no había en esa ternura de Casares ni un atisbo de cursilería, el más mínimo, transitaba por el dolor, y por la felicidad, con la inteligencia sutil que da el humor a los que saben que todo en la vida es radicalmente relativo. Le llamé ese día, para verificar una anécdota de Cunqueiro, en el que él era también especialista, y le pregunté de entrada por la perra: 'Murió'. Y después del vacío que se hace en el aire cuando la vida es tan tajante como la muerte se lanzó a contar aquel suceso de don Álvaro cuando se hizo a sí mismo premio Mark Twain de novela, un galardón que nunca existió. Cuando dio por terminado el episodio me señaló al oído: 'Pero no cuentes ese detalle que te dije porque aún eso no lo tengo contrastado'. Luego me dijo que había terminado una novela.

La Voz de Galicia era el diario gallego en el que publicaba. Hizo muchos libros, que fueron acogidos con la atención cultural que tanto merecieron; también fue un hombre que le dio a su tierra una energía intelectual cuyo derroche no le hizo parecer cansado, y es cierto lo que dice Manuel Rivas: no era capaz de estar triste. Ese día que le llamé, la última vez, estaba un poco sombrío, pero se repuso enseguida porque él quería alrededor la felicidad necesaria para seguir conversando. Su último artículo era una discusión sobre si los conejos beben agua, un tema que él había convertido por unos días en una preocupación del margen donde habitaban sus columnas. Muchos de nosotros vivíamos de saber sobre qué cosas fijaba su vista; no se puede explicar muy bien cómo le echamos de menos.

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