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Columna
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Un autor total

Empezaré por confesar algo: a veces, sobre todo en los últimos tiempos, he tenido la tentación extraña de volver a marcar los números de teléfono de Rafael Alberti, Vicente Aleixandre, Gerardo Diego, Dámaso Alonso o Jorge Guillén; marcar y ver quién contestaba, descubrir si sus casas están deshabitadas o quién vive ahora en ellas, qué pasó tras sus muertes. Quizá se trate de una idea algo estrambótica, pero no se puede negar que delata un hecho incuestionable: esos números están en mi agenda y, hasta hace no demasiado tiempo, uno podía hablar a menudo con esos escritores legendarios, hacerles una visita, entrar en sus viviendas de las calles de la Princesa, Covarrubias o Alberto Alcocer, en Madrid, y sentarse a tomar un té con aquellos poetas que encabezaron, junto a Federico García Lorca, Pedro Salinas o Luis Cernuda, lo que se considera de forma unánime la edad de plata de nuestra literatura: la generación del 27.

Es una leyenda viva y ejemplar de nuestra mejor historia literaria

Pero ni la generación del 27 estuvo formada sólo por poetas, ya que aportó también narradores como Rosa Chacel, María Teresa León y Francisco Ayala, ni es un episodio del pasado o casi un fenómeno arqueológico, como puede pensarse si vemos que, este mismo año, se celebran los centenarios de Luis Cernuda y Rafael Alberti, igual que en 1996 se celebró el de Gerardo Diego y en 1998 los de Aleixandre, Lorca y Dámaso Alonso. Al contrario, la generación del 27 -a quien otros llaman de la República- quizá esté hoy muy lejos, ideológicamente hablando, de una sociedad que tiene muy poco que ver con los valores que defendía a principios del siglo pasado la Institución Libre de Enseñanza y que cristalizaron en la Residencia de Estudiantes o en la Revista de Occidente, a la que tan vinculados estuvieron Ayala y Chacel, pero su vigencia literaria es tan sólida que, aun hoy, los autores de ese grupo suelen ser la vara con que se mide nuestra poesía y su influencia en las nuevas promociones se mantiene intacta.

Tan intacta como su mito, que se sigue alimentando con cientos de ensayos, biografías, tesis y revelaciones más o menos fiables que van, en estos mismos días, de la novela El silencio de los Rosales, en la que Gerardo Rosales, sobrino del poeta Luis Rosales, aporta datos hasta hoy ocultos sobre los últimos días de Federico García Lorca -que estaba escondido en la casa de su familia cuando lo detuvieron para matarlo-, al último trabajo de José Luis Ferris, Miguel Hernández. Pasiones, cárcel y muerte de un poeta, un libro tan apasionante como apasionado en el que, quizá por primera vez, sale muy mal parada la figura, hasta hoy poco menos que intocable, de Federico García Lorca, acusado, junto a Rafael Alberti y Luis Cernuda, de menospreciar al autor de Viento del pueblo, aunque el propio Ferris cita algunas cartas que muestran cómo fue Miguel Hernández quien contestó de un modo soberbio, histérico e insultante a unas amabilísimas palabras del genio de Poeta en Nueva York. En su libro, Ferris da por buenos todos los testimonios orales que favorecen la figura de Hernández, como el de Raimundo de los Reyes sobre el encuentro entre Lorca y el autor de El rayo que no cesa, y desacredita los más neutrales. A este respecto, es curioso el modo en que critica una historia que me contó cientos de veces Rafael Alberti acerca de un enfrentamiento -que acabó en bofetada- entre su mujer, María Teresa León, y Miguel Hernández, en la Alianza de Intelectuales Antifascistas de Madrid. Ferris combate la versión de Alberti tal y como yo la reproduje en mi libro Los nombres de Antígona -que, por cierto, se cita obstinadamente, cuatro o cinco veces, como Los nombres de Antífona, por lo que no sé si rogarle que me vuelva a leer a mí o que vuelva a leer a Sófocles-, pero sin embargo da por buena la recreación de ese episodio que hizo Andrés Trapiello en un artículo en el que confiesa que repite la historia que yo mismo le había revelado... En fin, todo esto no es más que una demostración de las pasiones que sigue despertando esa época dorada y terrible de nuestra cultura y de nuestra historia.

El gran novelista de la generación del 27, Francisco Ayala, cumple hoy 96 años, y tal vez sea éste el momento de recordar tanto la trascendencia de su obra literaria -que, como la de casi todos sus compañeros, tuvo que sobreponerse a la guerra civil, el exilio y la dictadura militar-, como la importancia de los valores civiles y morales que representa este narrador que cuenta en su bibliografía con libros tan extraordinarios como las prosas surrealistas de El boxeador y un ángel (1929) y Cazador en el alba (1930); con novelas que anticiparon estructuras y estilos del futuro, como Los usurpadores (1949) o Muertes de perro (1958), en donde podemos ya encontrar temas que después serán recurrentes entre los autores del boom latinoamericano; y con obras de la magnitud de El fondo del vaso (1962) o La cabeza del cordero (1949), que es un ejemplo característico de la sabiduría con que Ayala mezcla en sus textos la ficción y el ensayo.

Setenta y siete años publicando libros -Tragicomedia de un hombre sin espíritu apareció en 1925- dan, desde luego, para mucho, y Francisco Ayala ha sido un escritor total que ha diversificado su obra al máximo, igual que hicieron, en mayor o menor medida, casi todos sus coetáneos: Lorca bifurcó su escritura de la poesía al teatro; Salinas escribió novelas, dramas y ensayos; Alberti escribió teatro, dos tomos de memorias y algunas prosas; Cernuda hizo ensayos y teatro; Dámaso Alonso fue un filólogo y ensayista de primera magnitud; Gerardo Diego también hizo teatro y escribió cientos de artículos, y Bergamín fue poeta y, entre otras cosas, un aforista de gran calado. En el caso de Ayala, a su trabajo como narrador hay que sumar, antes que nada, su deliciosa autobiografía, publicada originalmente en dos tomos y reunida en el volumen Recuerdos y olvidos (1988). También son muy perspicaces y muy variados sus ensayos, desde los reunidos en El escritor en su siglo (1990), en los cuales reflexiona sobre la novela como género y sobre las relaciones entre la literatura, la política y la sociedad, hasta los que acoge Las plumas del fénix (1989), que tratan de autores de lengua española que van de Cervantes, Quevedo o Calderón a Galdós, Antonio Machado, Ortega y Gasset, Salinas, Lorca, Bergamín, Borges o Alejo Carpentier. Y hay que añadir también a su obra su célebre Tratado de sociología (1947) y su complementaria Introducción a las ciencias sociales (1988). Y sus trabajos pioneros sobre el cine, desde Indagación del cinema (1929) hasta su consecuencia última, El escritor y el cine (1988). Y sus volúmenes más heterogéneos, criaturas de un mundo anfibio que saltan de la autobiografía al ensayo y la narración: De mis pasos en la tierra (1996), El tiempo y yo (1978), El jardín de las delicias (1971). Por fortuna, la obra de Ayala ha seguido creciendo hasta ahora mismo, principalmente a través de sus penetrantes artículos en los diarios, muchos de ellos aparecidos en EL PAÍS, que demuestran que su mirada sigue alerta y que no vive, ni mucho menos, de espaldas a este nuevo siglo. Añadiré que algunos jóvenes escritores hemos disfrutado de su generosidad y que nunca deja de sorprenderme el análisis minucioso y profundo que suele hacer el maestro de las obras de sus discípulos. Cuando entras en su casa de Madrid, donde de vez en cuando te invita a tomar una copa, sueles encontrar sobre su mesa un par de novedades sobre las que siempre tiene algún comentario jugoso e inteligente que hacer.

Pero he dicho que Francisco Ayala es un producto arquetípico de la generación del 27 y eso no puede ser sólo un juicio literario: los autores de ese grupo pasaron de las vanguardias a la guerra civil y muchos de ellos defendieron la República con completa lealtad. Es el caso de Ayala, que no dudó un instante ponerse al servicio de la democracia traicionada, que llegó a desempeñar diferentes cargos políticos en el Ministerio de Estado y, luego, en el Comité de Ayuda a España y cuyo comportamiento antes, durante y después del conflicto fue intachable. No olvidemos, además, que el escritor vivió el drama español en carne propia, que su padre fue detenido y fusilado, que a su hermano Rafael lo pasaron por las armas, acusado de deserción, que otros familiares suyos sufrieron torturas, persecuciones y abusos y que él mismo tuvo que soportar la derrota y el exilio. Por suerte, la larga vida de Ayala ha permitido su vuelta a España y su reconocimiento como uno de nuestros grandes creadores: es miembro de la Real Academia Española desde 1983 y ha recibido el mayor galardón de nuestras letras, el Premio Cervantes, el Premio Nacional de las Letras Españolas, el Premio de la Crítica, el Premio de las Letras Andaluzas... Y, sobre todo, ha permitido su estancia pacífica en un país que, a pesar de cuatro locos, vive en libertad, que ha cambiado el argumento de las pistolas por el de las urnas electorales.

Francisco Ayala cumple hoy 96 años y, aunque él odiará leer esto, es una leyenda viva y ejemplar de nuestra mejor historia literaria, el mayor prosista de la edad de plata de nuestras letras. Hoy mismo marcaré su número de teléfono y, seguramente, el que descolgará será Francisco Ayala en persona. No le gustan mucho los cumpleaños pero, aun así, puede que me invite a tomar una copa en su casa. Qué lujo.

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