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Reportaje:

La versión francesa del multiculturalismo

La crispación hacia el extranjero ha bajado, pero reaparece en forma de inquietud por la violencia juvenil

De los 100.000 permisos de residencia que se conceden en Francia cada año, el 90% lo son por motivos de reagrupamiento familiar y el resto se reparte entre refugiados políticos e inmigrantes con contrato laboral. La crispación hacia los inmigrantes ha bajado y apenas forma parte de la actual campaña electoral, gracias al descenso del paro. Sin embargo, y sin que los candidatos lo confiesen en público, la petición de 'impunidad cero' para la delincuencia va en gran parte destinada a jóvenes de origen o ascendencia extranjera, a los que se supone culpables de la violencia ciudadana.

Francia rechaza el multiculturalismo anglosajón y trata de integrar a todos en una sola cultura: la francesa. Éste es uno de los valores fuertes de la República y ha servido para asumir, casi en silencio, a más de 12 millones de personas procedentes de la inmigración o de ascendencia extranjera, que residen en el territorio metropolitano de un país con 58,52 millones de habitantes (franceses y extranjeros residentes).

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El número actual de inmigrantes se sitúa en 4,3 millones, lo cual representa el 7,4% de la población. Que se den 100.000 permisos de residencia cada año no quiere decir que este país añada otros tantos extranjeros nuevos cada 12 meses, porque la mayoría de los permisos concedidos son meras renovaciones de otros anteriores.

En los últimos años, el descenso del paro ha amortiguado las tensiones entre franceses de cuna e inmigrantes. Los extranjeros no parecen unos competidores tan peligrosos cuando el país de acogida crea más de 900.000 empleos en cuatro años, como ha sucedido bajo el Gobierno del socialista Lionel Jospin. Pero todavía queda un 9% de paro; además hay que pagar las pensiones y demás ayudas sociales a las que tienen derecho los inmigrantes legales, de modo que el debate sobre los extranjeros no ha terminado.

Una ley sobre entrada y estancia de extranjeros promulgada en 1998 permitió la regularización de decenas de miles de ilegales. Fue uno de los trabajos realizados conjuntamente por dos adversarios políticos del momento, Lionel Jospin y Jean Pierre Chevènement, en aquel tiempo jefe del Gobierno y ministro del Interior, respectivamente. La regularización de ilegales contribuyó a desactivar muchas intransigencias: la extrema derecha ha bajado el tono de sus ataques a la inmigración y la derecha neogaullista ha dejado de polemizar sobre este asunto.

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Y si se echa la vista atrás, forzoso es reconocer que ya están olvidados los alemanes y los belgas que Francia comenzó a asumir a finales del XIX, los italianos y los portugueses más tarde, los armenios, los polacos entre las dos guerras mundiales o los españoles tras la guerra civil. Todos han pasado por el compresor de la asimilación cultural y sus hijos y nietos ya no son visibles, confundiéndose con la sociedad francesa. Incluso han perdido sus lenguas de origen: entre los adultos de procedencia extranjera a los que sus padres no hablaban en francés, uno de cada dos ha hablado a sus hijos sólo en esta lengua.

El multiculturalismo es una palabra con mala prensa en Francia. La República no quiere saber cuál es el color de piel, la religión o las tradiciones de sus ciudadanos: está prohibido preguntar tales datos. Uno de los valores más queridos de Francia es el universalismo republicano. Y, sin embargo, lentamente emerge un mosaico de guetos étnicos o religiosos. La corrección política impide precisar hasta qué punto la inseguridad ciudadana procede de núcleos marginales en torno a las grandes ciudades, o de bandas juveniles que hacen de las agresiones o de las quemas de coches un signo de identidad o de contracultura.

Sólo fue una anécdota, pero parte de los medios de comunicación y de los políticos lo elevaron a categoría: el 6 de octubre pasado, 120 forofos de la selección de fútbol argelina invadieron el estadio de París en que jugaba un amistoso con el equipo de Francia y convirtieron las gradas, donde se apiñaban 80.000 espectadores, en una bomba potencialmente peligrosa, que no llegó a estallar. Los franceses tradicionales se estremecieron al comprobar que muchachos que se llaman Youcef Attar, Ludovic Laurcie o Hocine Titrounet (hoy condenados a tres meses de prisión, sin obligación de ingresar en la cárcel, por invasión del campo) abucheaban el himno nacional francés e interrumpían un partido que el equipo nacional ganaba... al del país de ascendencia de los invasores.

El presidente de la República, Jacques Chirac, ofrece en su programa electoral el encierro de los adolescentes delincuentes, que tienen entre 13 y 18 años, en prisiones diferenciadas de las convencionales, púdicamente denominadas 'centros educativos' cuando van destinadas a detenidos que aún no han sido juzgados. Ni él ni sus adversarios lo dicen en público, eso estaría muy feo, pero tales centros, si se construyen, terminarán albergando inmigrantes o hijos de inmigrantes en una buena proporción.

Por su parte, el candidato socialista a la presidencia, Lionel Jospin, se pronuncia a favor de reconocer el derecho de voto a los extranjeros, en las elecciones locales, cuando vivan más de diez años 'en condiciones regulares'. Jean-Pierre Chevènement, por su parte, tercero en liza en la carrera por El Eliseo, puso en marcha, durante su paso por el Gobierno, la idea de constituir una institución representativa del Islam francés.

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