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Columna
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Señales

¿Será verdad que algo está cambiando en la política vasca? De momento aún impera el ruido, una tendencia inercial que emerge como un rasgo casi ya de nuestro carácter incluso cuando parece asomar la calma. Pero hay indicios esperanzadores dentro de la refriega, aunque la experiencia nos lleve a ser prudentes, dada la virulencia de los gérmenes de inestabilidad que aún nos corroen. La esperanza se ha hundido entre nosotros demasiadas veces por errores tácticos, en ocasiones hasta bienintencionados, y sólo la desaparición del germen principal, ETA, podrá imponer la tranquilidad necesaria, por la que la ciudadanía clama ya a voces. Afirmar que el momento es crucial sonará a tópico, pero uno intuye en el momento presente ese límite que puede inclinar a la población hacia una atonía quizá irreversible y de consecuencias demoledoras.

La sociedad vasca ha vivido con el monstruo, y quiero dar a ese término, vivir, su contenido más dinámico. Pero intuyo que ya no va a poder convivir con él, porque el monstruo la ha agotado. La crispación, el hastío, el desapego, el deseo de huir -con la desvinculación que implica- son estados de ánimo que percibo a mi alrededor con una frecuencia inusual hasta ahora. Cierto espíritu de derrota, no de bandos, sino vital, que requiere de un horizonte de superación urgente. Y ese horizonte sólo lo puede trazar la política. No será fácil vencer a ETA, pero no es lo mismo convivir con ella desde el desánimo que con buen ánimo. Algo, esto último, que sólo lo puede insuflar la evidencia de que hay convicción para acabar con ella: una firme estrategia unitaria que aparque coyunturalmente las diferencias ideológicas para subrayar lo que ha de constituir una aspiración común: la democratización de la sociedad vasca. Y la tarea exige un esfuerzo de confianza.

Pueda ser que el PNV sea más soberanista que nunca, como aseguró hace unos días creo que Javier Arenas. Pero no podemos hacer de las palabras dardos que vuelen sobre la realidad y la nublen a fuerza de apuntar sólo sobre conjeturas fatales. El PNV tiene pleno derecho a ser soberanista, esto es, independentista, una aspiración tan legítima como la que podría inspirar a Javier Arenas si fuera partidario de sacar a España de la UE, por ejemplo. Lo que ya es más dudoso es que el PNV pueda hacer en estos momentos una política guiada por una estrategia soberanista si quiere hacer una política democrática. Y es ahí donde se debe ser exigente y no en cuestiones de principios. El suelo ético del que habla el lehendakari Ibarretxe no es ajeno a la praxis política cuando ésta se halla atenazada por el crimen; y el caso de Zumarraga, que exige resoluciones políticas, puede ser un ejemplo. El suelo ético exige hoy aparcar diferencias entre las formaciones democráticas, y exige también una sensibilidad receptiva hacia todos los movimientos que se den en esa dirección. El nacionalismo encierra gérmenes peligrosísimos, tan fatales como el liberalismo y el socialismo -y la Historia nos ha dado pruebas de ello-, pero puede también atenerse a pautas de actuación democrática y requiere por ello un voto de confianza. Por desgracia, nos ha tocado vivir ese lado atroz del nacionalismo no como un brote hipotético, no como peligro, sino como realidad, y cualquier esfuerzo que haga el nacionalismo democrático para desvincularse de él nunca será bastante. Tampoco lo será cualquier esfuerzo que hagan los demás partidos para alejarlo de su deriva perversa. Nos pese o no, vamos a tener que convivir con el nacionalismo, y el buen empeño no consiste en zaherirlo como una fuerza a eliminar, sino en exigirle un comportamiento democrático.

Los acuerdos sobre seguridad adoptados días pasados por los partidos convocados por el lehendakari Ibarretxe van en ese sentido en buena dirección y resultan incomprensibles algunos rifi rafes posteriores. Dejemos a un lado al soberbio e inefable Egibar y centrémonos en el cruce de acusaciones entre el PP y el PSE. Si lo acordado es bueno, sobran determinadas sospechas sobre negociaciones previas y deslealtades. Acercarse al PNV para atraerlo al buen camino no significa inclinarse hacia el mal, sino hacer el bien. Si fue el PSE quien lo hizo, actuó correctamente. Y la obcecación no puede servir como coartada cuando tan fácil es conocer las intenciones del aliado. Si además resulta factible pactar con el PNV en Interior y Educación, el PP tendrá que dejar de estar sólo alerta y arrimar el hombro. Ese es el camino necesario; cualquier otro sólo sirve para vaciar el campo.

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