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CRÓNICAS DEL SITIO
Columna
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Mi patria la humanidad

El sábado asistí a una manifestación bajo el lema No hay más patria que la humanidad. Protestábamos por la bomba que habían hecho estallar en nombre de la patria contra la humanidad de un joven socialista. Durante mi niñez en Francia, creía que la humanidad era un periódico, L'Humanité, que mi padre compraba alguna vez, quizá por nostalgia de sus antiguos camaradas de la guerra. Porque aunque mi padre no era comunista, sí tenía el convencimiento de que su única patria era la humanidad.

En mayor medida que para un pintor amigo suyo, que aún siendo ciudadano francés sentía como su patria a la Unión Soviética, como su lengua el ruso que no hablaba y como su música los coros del Ejército Rojo. Una patria celestial, maravillosamente lejana e inasequible al desaliento. Y quizá no era tan distinto el caso de mi madre, cuya patria sentía que era Euskadi y su lengua el euskera Patria íntima y a la vez lejana, aunque viviésemos a dos pasos de Bayona.

'La pancarta de los jóvenes expresa su reacción frente al pensamiento fanático'

Con frecuencia he escrito en estas páginas acerca de los sentimientos que nos unen, pero también nos separan. Amor y odio son mis animales salvajes favoritos. Habitan en mi misma jungla y no podría vivir sin ellos. Recuerdo bien cada vez que me he dejado llevar en alas del primero hasta rozar el sol. Y entonces, siempre demasiado pronto, me ha dejado caer desde lo alto hasta los abismos helados. Yo pensaba mientras iba cayendo: de ésta sí que me rompo la crisma. Pero no. Porque en aquellas profundidades heladas me encontraba con el odio, y me aferraba a sus crines en un viaje todavía más vertiginoso. Que si te da fuerza el amor, aún más fuerza te da el odio, con la diferencia de que éste es más difícil luego que te suelte.

El Romanticismo se vanaglorió de cabalgar a lomos de estas fuerzas divinas y terribles que calientan el ambiente hasta provocar la fusión nuclear de las personas en una comunidad. De este Romanticismo enfrentado a la 'razón en marcha' han surgido distintos programas políticos. Incluidos los que en el siglo pasado asolaron la humanidad invocando patrias y naciones primigenias; que existirían, no como resultado de la historia, sino de la voluntad titánica del pueblo. Dice Isaiah Berlin que la herencia del Romanticismo en el fascismo no está en la irracionalidad y el elitismo, sino en la creencia en una voluntad ajena a los individuos, una 'voluntad ingobernable' de los pueblos que avanza inexorable en una dirección que no puede predecirse ni racionalizarse. Quien no reconozca esta dirección, debe ser separado del pueblo, leemos en los Discursos a la nación alemana.

Aunque hable yo la misma lengua y sienta como míos este país y este paisaje, seré traidora a mí misma y no mereceré pertenecer a este pueblo. Que me vaya pues, de aquí, que 'ancha es Castilla', o 'siempre nos quedará Paris'. O quizás me ayuden a irme... bajo tierra. Éste es el proceso mental destructivo y finalmente autodestructivo, que empieza por una declaración de amor y acaba siempre como el rosario de la aurora.

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La palabra humanidad escrita en la pancarta de los jóvenes amenazados expresa su reacción frente al pensamiento fanático. Expresa la voluntad de comprender la realidad a través de la razón, asumiendo la imperfección de los acuerdos humanos y desconfiando, por ello, de las respuestas únicas. Expresa la decisión de que la ciudadanía no sea sacrificada en el altar de la nación. Sin excluir los sentimientos, pero intentando dar al César lo que es del César y al corazón lo que es suyo.

Los ilustrados del siglo XVIII esperaban de la ciencia que les ayudase a controlar las fuerzas de la naturaleza. Cuatro siglos después, la ciencia nos ha dado más de lo que le habíamos pedido, pues nos ha dado también la capacidad de destruirnos. Pero esas otras fuerzas de la naturaleza, que son las de nuestra propia naturaleza humana, siguen bastante incontroladas en cada uno de nosotros, dispuestas a potenciarse en grupos de individuos bajo las formas de modernas tribus religiosas o nacionales. Encauzar estas aguas vertiginosas o desecar estos pantanos infestados es tarea más difícil que la que se propusieron aquellos ilustrados, pero igualmente necesaria.

La diferencia con la Ilustración es que ahora no se trata de descubrir las leyes que rigen el comportamiento de la naturaleza, sino de establecer y aplicar las leyes que regirán el comportamiento humano. Estas leyes no pueden basarse en sentimientos telúricos, sino en valores y principios válidos para todos. Principios que nos permitan convivir a los humanos entre nosotros y con los otros seres con que compartimos el planeta. Que es nuestra última patria, por ahora.

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