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LA CRÓNICA
Columna
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Vencer la humillación

Llegué a Cervera el sábado, hacia las tres de la tarde. El día era frío y plomizo. Atravesé el ensanche moderno y, siguiendo un paso elevado, desemboqué en el polígono industrial. Las naves de Lear son verdaderamente grandes, ocupan un espacio enorme frente a la vía del tren. Apenas un par de remolques ocupaban los enormes aparcamientos. En la puerta de entrada de la larguísima verja que rodea las instalaciones, encontré a un pequeño grupo de trabajadores sentados en sillas plegables junto a un fuego. Acababan de comer. Por la radio, sonaba la melodía del éxito: A tu lado, me siento seguro.

Me acogieron con amabilidad, con cierta timidez. Jóvenes. Mayoritariamente chicas. Chicas bastante guapas, por cierto. Lo pensé, aunque no tendría que haberlo escrito. Tenían una expresión que inicialmente me pareció triste. No están acostumbrados a hablar y yo tampoco sabía muy bien cómo empezar. Hace ya una semana que los medios han explicado el caso y conocía perfectamente cuál es la amenaza que pende sobre ellos. Lear quiere fugarse de Cervera después de haberse aprovechado a fondo de unas fenomenales naves industriales que la ciudad casi le regaló y después de estrujar a unos 1.200 trabajadores que ahora van a ser abandonados en una especie de desierto económico.

Un grupo de obreros montaba guardia el sábado frente a las naves de Lear. El domingo estaban en la 'mani', en lucha contra la humillación

Deseaba que me explicaran sus historias concretas. Pero tenía miedo: no quería caer en la curiosidad obscena que caracteriza al periodismo más en boga. Un sindicalista empezó largando contra los políticos: 'Han tenido 20 años para evitar el descontrol de las multinacionales... En Francia han impuesto unas compensaciones... En Francia Lear no podría hacer lo que aquí pretende'. Después, como quien repite una lección aprendida, resumió el problema: el engaño de la empresa, la conformidad inicial del Gobierno catalán, el impacto económico que el cierre de Lear tendrá para las comarcas de la plana de Lleida y el drama personal que significará para tantos trabajadores, condenados prácticamente a la nada. Hablaba sin dejar de avivar las brasas. Todos miraban a las brasas. Y, poco a poco, acotando con frases o exclamaciones su discurso, todas y todos hablaron. Uno, a mi lado, repetía sin cesar: 'Esto es un cataclismo para nosotros, para Cervera, un cataclismo para estas comarcas'. Una chica recordaba a las 3.000 personas que van a quedar directamente afectadas: 'También los tenderos, las peluqueras, los transportistas van a perder'. '¡Y los de la limpieza, que son gente mayor!'. Una chica habló de su hipoteca, otra de la imposibilidad de encontrar trabajo ('los supermercados de la zona están saturados'). Hablaron de matrimonios que trabajan en Lear que se van a quedar sin nada, de los años entregados a la empresa para nada. A mi lado, el chico repetía: 'Es duro, muy duro, el cataclismo será muy duro'.

El de mayor edad afirmó: 'No ho pot dir, el president [Pujol], que això és inevitable, no ho pot dir!', y todos asentían corajudos, mirando al fuego. Fue entonces cuando me di cuenta de que no estaban tristes, sino concentrados en su propio fuego. Seguros. Me explicaron que han decidido turnarse allí los fines de semana. Al parecer, el otro día, la empresa quiso eliminar unos programas informáticos. Ahora temen que la fábrica se desmonte por sorpresa. Durante la semana es imposible que la empresa les engañe, trabajan en tres turnos, día y noche: 'Y si sacan una máquina, me pego a ella', exclamó la más rubia. Llegaban más compañeros. Todos traían algo. Zumos, cigarrillos, amistad. Hablaron de Polonia, del viaje a Polonia del presidente Pujol con los empresarios. Hablaron de los asuntos que han salido estos días en la prensa. '¡Si alguien no sabía qué era la globalización, ahora ya lo sabe!'. Pero más que razones y discursos, tenían necesidad de conjurar la humillación, de luchar por la dignidad. Lo que parece haberles afectado más, más incluso que la posible pérdida del trabajo, es algo que afirmó el portavoz de la empresa: 'Dijo que no estábamos cualificados'. '¿Y entonces por qué en el libro de la empresa que nos regalaron por Navidad se hablaba de la calidad de nuestra planta?'.

Llegados a este punto todos parecían deseosos de sacarse la espina: uno recordando la obtención del ISO de calidad, otro del entusiasmo con que siempre han trabajado y otro las medallas obtenidas. 'Si Volvo sólo quiere trabajar con la planta de Cervera, por algo será'. '¡Y por algo será que yo he estado cinco meses en la planta de Ávila enseñando!'.

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No tengo espacio para narrar las horas que pasé el sábado con ellos y es difícil resumir la impresión que me causaron. Eran jóvenes, mayoritariamente. Algunas chicas peinadas a la moda, otras de aspecto más progre, otras con el inconfundible perfil de madre callada y heroica. Una chica de ojos húmedos explicó cómo disfrutaba trabajando en la cadena con las manos. Otra, con ojos como flechas, se ofendía recordando la amenaza del jefe de personal. Una chica de ojos cansados pasó toda la tarde casi sin decir nada. Después me fui por la ciudad, recorrí el precioso barrio antiguo, admiré la vieja universidad, escuché un sermón que dio el obispo a unos niños en una iglesia, conversé en las cafeterías, en una mercería, con un librero. Todo el mundo en Cervera estaba triste, aunque ligeramente resignado a lo peor. Pesa mucho el recuerdo de la desaparición de la fábrica de las 3 Uves durante la crisis de la década de 1970. Pesa en Cervera la carga del fracaso. Pero cuando, ya de noche, regresé al polígono, allí estaba el grupo junto al fuego. Junto a ellos me sentí extrañamente seguro. Hablé con la chica de los ojos cansados. Hablando del sueño de mantener el trabajo, junto al fuego, esos ojos tomaron un resplandor rojo. Ayer por la mañana volví a Cervera. En la manifestación, el grupo estaba en primera fila, junto a veteranos y famosos sindicalistas: luchando por lo elemental. Qué tiempos éstos, en los que el sueño es un sueldo de 100.000 pesetas al mes.

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