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El bloqueo de la emancipación juvenil

Enrique Gil Calvo

Por dudosos que sean sus métodos, la política económica del Gobierno parece constituir un éxito. Pese a la recesión internacional, agravada por la crisis del 11-S, el PIB español sigue creciendo por encima del promedio europeo. No obstante, bajo este escenario color de rosa subyacen ominosos indicadores bastante más preocupantes. Es verdad que, en el día a día, la renta familiar crece a ritmo aceptable; sin embargo, continúa estancado el proceso de formación de nuevas familias como consecuencia de la grave precariedad del empleo juvenil y de la rampante carestía de la vivienda, que impiden a las parejas jóvenes emanciparse de sus familias de origen para formar hogar propio instalándose por su cuenta. Así se da la paradoja de que la natalidad española es la más baja del mundo cuando la cantidad de jóvenes en edad de procrear es la más elevada de la historia, tras haber cumplido 25 años la generación del baby boom, nacida entre 1960 y 1975. A corto plazo, España va bien, pero a largo plazo no marcha, pues no puede proveer el futuro de nuestros jóvenes, obligados a seguir dependiendo indefinidamente de la protección paternalista de sus familias. Y por eso los padres actuales se ven obligados a hacer de Reyes Magos de sus hijos hasta edades cada vez más tardías, condenados a una eterna puerilidad interminable.

España es el país europeo en que los jóvenes retrasan su eman-cipación en mayor medida, permaneciendo domiciliados en la vivienda de sus padres y aplazando la decisión de casarse y tener hijos indefinidamente. Y esto sucede así tanto en cifras oficiales de nupcialidad institucional como en las parejas informales de cohabitantes, pues mientras en el resto de Europa siguen creciendo las uniones de hecho y los nacimientos extramatrimoniales, aquí no ocurre lo mismo. Nuestros jóvenes rehúyen la cohabitación y la independencia domici-liaria, prefiriendo permanecer sine die en el domicilio paterno incluso en el caso de que ya trabajen. Lo cual es en parte atribuible a los dos factores antes citados: la precariedad laboral y la carestía de la vivienda, que además se prefiere en propiedad, a diferencia de cuanto sucede en Europa, lo cual dificulta y obliga a aplazar todavía más la emancipación juvenil. Pero eso no lo explica todo, pues, una vez neutralizada la influencia de ambos factores (empleo y vivienda), la extraordinaria dependencia familiar de nuestros jóvenes continúa sin explicar en buena medida. ¿A qué se debe?

Al margen del mercado (laboral e inmobiliario), nos quedan otras dos instituciones a las que atribuir la prolongación de la dependencia de los jóvenes. Son el Estado y la familia. Aparece así la responsabilidad del Gobierno, cuya política tiene un claro sesgo antijuvenil, pues no ha aprovechado la bonanza económica para facilitar la emancipación de los jóvenes. Como creía contar con el voto de los babyboomers (a los que se atribuye una actitud reaccionaria de rechazo al progresismo trasnochado, y además no leen prensa seria de referencia), Aznar prefirió gobernar para los adultos de clase media (con su política fiscal) y para las personas mayores (con su política de rentas). Pero como los recursos son escasos, ello sólo fue posible en detrimento de las políticas de inserción juvenil (reducción del coste de acceso a la vivienda y creación de empleo estable mediante el recorte de las cotizaciones que lo gravan), que se vieron penalizadas en consecuencia. En suma, para comprar el voto de padres y abuelos hubo que gobernar contra sus hijos y nietos, abandonándolos a su suerte frente a las inclemencias del mercado.

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Pero el Estado no es el único responsable de la prolongación de la dependencia juvenil. Además interviene la otra institución estratégica, que es la familia. La inhibición del Estado para fomentar la inserción de los jóvenes combatiendo su precariedad laboral ha sido suplida por la protección familiar, que corre a fondo perdido con todos los gastos que origina la prolongación de la dependencia juvenil. Ya se sabe que los fallos del mercado han de ser corregidos por la subsidiariedad del Estado, cuya providencia universal debe proteger igualitariamente las carencias ciudadanas. Pero lo que no se reconoce es que los fallos del Estado son suplidos a su vez por la red familiar, que no es universalista, pues algunas familias protegen a sus miembros con más constancia e intensidad que otras, ni mucho menos igualitaria, dada la dispar distribución de la riqueza entre unas familias y otras. De ahí que la prolongación de la dependencia familiar de los jóvenes sea tan desigual, pues mientras hay algunos cuya red familiar les proporciona unas oportunidades de emancipación personal muy competitivas, otros en cambio se ven obligados a depender indefinidamente de la precariedad de su familia.

Lo cual ha generado un clima de opinión antijuvenil, como si los hijos fueran unos interesados parásitos egoístas, capaces de explotar a sus familias. Y esto equivale a culpar a los jóvenes de la propia exclusión social de la que son víctimas. Así ha surgido un cierto costumbrismo reaccionario que caricaturiza a esos padres que ya no saben qué hacer para echar a sus hijos de casa, los cuales se eternizarían en el dolce far niente sin esforzarse en absoluto por emanciparse. Pero esta caricatura es una falacia, pues no existe tal conflicto de intereses entre padres e hijos. Por el contrario, padres e hijos comparten el mismo interés común, que es el de emancipar a éstos en las mejores condiciones que resulten posibles. Y cuando no resulta posible emanciparse adquiriendo una posición social equiparable a la que se disfruta dependiendo de la familia, entonces parece más racional aplazar la decisión de emanciparse, adquiriendo mientras tanto mayor experiencia laboral o una formación superior, a fin de mejorar las oportunidades de emancipación futura. Lo cual no es tanto una muestra de familismo (o sobreprotección paternalista de los hijos) como una pura estrategia familiar de ascensión social, que practican tanto las familias acomodadas como las desfavorecidas. Y al actuar así, unas y otras familias no hacen sino cumplir con su deber institucional que les obliga a ser los Reyes Magos de sus hijos, regalándoles a fondo perdido una mejor emancipación en el futuro.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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