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Columna
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Lealtad

Se habla mucho últimamente de lealtad; sobre todo, para reclamársela a los otros o, simplemente, porque se les reprocha su deslealtad. Hay quien incluso alardea de ser desleal, porque sólo se puede imaginar un mundo de lealtades enfrentadas o contradictorias. La lealtad y su correlato, la deslealtad, se han convertido en un arma arrojadiza para desgastar, descalificar y, eventualmente, excluir al competidor, convertido en enemigo irreconciliable. Se trata, una vez más, de una virtud necesaria y exigible convertida en pura retórica de combate, para evitar tener que practicarla.

Nuestra Real Academia define la lealtad como 'cumplimiento de lo que exigen las leyes de la fidelidad y las del honor y hombría de bien'. Está claro que para poder practicarla son necesarias dos cosas: por un lado, la honesta aceptación de la respetabilidad del otro y, por otro, la comunión de algunos valores o principios entre iguales. De otra manera, algo y alguien a quienes ser fiel. Para poder reconstruir, entre nosotros, la fidelidad, es imprescindible delimitar con claridad el mundo de valores que compartimos y las reglas de juego que todos tenemos que respetar, justamente para ser respetables y respetados. Tal fidelidad, por tanto, es un prerrequisito del respeto o reconocimiento mutuos, que a su vez son una condición para la confianza recíproca entre jugadores que compiten, y los tres constituyen la base de la convivencia. De lo contrario, tendremos jugadores, ya sean tramposos o desconfiados, que convertirán la necesaria competición en una forma de eliminación del otro. Habremos instaurado la ley de la selva y dañado gravemente las leyes humanas de la sociabilidad. Roto este principio, nuestro mundo estará, inevitablemente, dividido entre buenos, absolutamente leales (los míos), y malos, absolutamente desleales (los otros). En definitiva, se habrá instalado el reino de la irracionalidad, en el que es imposible la política.

A pesar de que parezca que la política es, por antonomasia, el paraíso de la deslealtad y que ésta sea la razón práctica para medrar en tal carrera, paradójicamente, la lealtad es la condición de posibilidad de la política misma. Claro está, hablamos de la política democrática. Para que esta política democrática sea viable es imprescindible una jerarquía de lealtades compatibles y compartidas. Tal es la base del consenso comunitario o constituyente, base de la legitimidad de las instituciones, de la respetabilidad de sus titulares, de la normal rotación o alternancia de las mayorías y de la posibilidad misma de concertar mayorías y políticas. En definitiva, de la gobernabilidad de nuestra politeia, que debe contar para ello con el libre y pleno funcionamiento de la competencia entre alternativas políticas y, al mismo tiempo, con la coalicionabilidad de éstas.

Para reconstruir la necesaria jerarquía de lealtades compatibles y compartidas no podemos empezar por sacralizar lo que nos divide, sino aquello que nos pueda unir y, en lugar de dejarnos llevar por actitudes polarizadoras de confrontación, tendríamos que ser proclives a incentivar la moderación. Todo lo contrario del ambiente que reina en la política vasca y que hace peligrar gravemente nuestra convivencia.

El de la lealtad es nuestro auténtico déficit democrático. Llegados al punto en que nos encontramos y sin descartar que no hayamos tocado fondo todavía, tendríamos que comenzar por compartir y concertar, al menos, lo absolutamente rechazable, como única forma de moralizar a una sociedad desmoralizada. Esta jerarquía de lo rechazable la encabezan, sin duda, los métodos y actitudes violentas y los principios de imposición política totalitaria y de exclusión en que se basan. Pero también, la cesión ante su chantaje o la tentación de obtener ventajas políticas del signo que sean y aunque sea de facto, utilizando aquellos como coartada. El tercer pilar sería la desautorización de cualquier fundamentalismo comunitarista, incompatible con los derechos individuales y que sacraliza la división, por una falsa e inmediata rentabilidad o ventaja competitiva. Solo así y sobre tales mínimos estaríamos en condiciones de construir la necesaria lealtad a la única patria posible: la de los ciudadanos libres e iguales.

Para que el resto de lealtades plurales (comunitarias, partidistas o de cualquier otro tipo) puedan convivir y competir, es decir, sean compatibles, es imprescindible también reafirmar la lealtad a las reglas de la democracia establecida. Estas reglas no son otras que las que emanan de la Constitución y el Estatuto, sin necesidad de ninguna profesión de fe, ni sacralización o fundamentalismo alguno. Solo desde tal lealtad al consenso fundacional y cívico se puede activar el reformismo democrático.

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