Rumbos
Ya está lejos la Epifanía, nada menos que a un mes de distancia, y aún no se ha pasado la indignación que en mí y en millares, millones tal vez, de ciudadanos produjo una de esas campañas de buen corazón que acometen por esa época. Fue la desencadenada a favor de los abuelos: a quienes no aguantamos más de dos horas pedaleando por el monte, así se nos nombró por los media. Y al oír eso en la tele por vez primera, me invadió una corajina que se estiraba cada vez que lo repetía la incansable chicharra. Cuando a don Quijote, roto de una paliza, se le acerca un cuadrillero de la Santa Hermandad llamándolo buen hombre con el idioma de la piedad, el manchego se yergue y lo increpa: '¿Úsase en esta tierra hablar de esa suerte a los caballeros andantes, majadero?'. Pues de igual modo nos hemos sentido cuantos, además de esperar a nuestros nietos a la salida del cole (únicos con derecho a abuelo), hacemos cosas vedadas a cuantos majaderos nos llaman así: jugar a la petanca, recordar la Guerra Civil, mirar a las muchachas en flor o en fruto con vagos recuerdos. ¡Tantas cosas inaccesibles a tantos! Y parece indecente que las almas buenas deseen contentar a los viejos llamándonos abuelos; no nos ofende ser llamados viejos y hasta ancianos. Lo agradeceremos. Lo de abuelos evoca melancólicos seres en un banco del parque, entreviendo la vida de alrededor con la mirada perdida, indiferentes a la colilla apagada que cuelga de sus labios. O mujeres canosas junto a ellos, adormecidas.
Es un indisculpable fallo de la TV, ahora que ya casi no los comete. A nadie extrañe este juicio: todo el mundo puede sentirse feliz con los varios entes televisivos si cambia su modo de mirarlos. Hay una manera antigua de contemplar la pantalla consistente en sentir rabia con la publicidad. Pues bien, cambiemos de expectativa y, apenas puesto en marcha el artilugio, dispongámonos a contemplar atentamente un programa de anuncios. Tendremos que confesar entonces nuestra satisfacción, apenas velada por el pequeño inconveniente de que, a veces, salen trozos de película o de informativo o de chismes porno: sólo duran unos instantes, y enseguida se torna a lo bueno, a los mensajes publicitarios -así llaman a los anuncios- para nuestro recreo. Si el poliedro charlatán prescindiera de esas flaquezas, ¿no sería justo convenir en que es irreprochable?
Sin embargo, no debemos desdeñar tales fallos: son rendijas que permiten atisbar el español del futuro cuando aún está en pañales. Nos resulta posible ver, por ejemplo, el avance del adjetivo romántico merced a su machaqueo en filmes y telefilmes doblados como suena del idioma yanqui. A quien está enterado de las cosas pasadas del mundo, ese adjetivo lo remite al arrebato, a la pasión violenta, a la anarquía, a la exasperación de las gentes del XIX. Con una vertiente dolorida de desengaño y amargura; por un lado, Espronceda fundando 'Los Numantinos' para vengar el ahorcamiento de Riego, o Larra extinguiendo su amor de un pistoletazo; por el otro, Bécquer o Rosalía, con sus desalientos rotos alguna vez por un grito. Pero, durante mucho tiempo, los hispanos bárbaros acabamos igualando lo romántico con lo cursi. '¡Qué romántico eres!', le dice Penélope complacida al chico que la ha comparado con una flor. Esto es cursi, decíamos. Pues bien, así de tranquila estaba la cosa hasta que Hollywood y otras fábricas han desvitalizado el adjetivo, degradando su cursilería, y convirtiéndolo en algo que califica muy positivamente, sin coña alguna, como, por ejemplo, la cena íntima de una pareja en un pequeño restaurante escaso de luz pero con la mesa alumbrada por dos velitas. O una puesta de sol rojiza y áurea frente al mar, contemplada soñadoramente desde una roca por dos enamorados. O la orquídea con que se agradece a la señora haber parido. No tardará en salirse de la pantalla tan redicha manera de hablar, somos ya sus cautivos: es romántico cuanto anestesia placenteramente el alma, y no tardará en calificar cuanto agrade estando en buena compañía; se dirá tal vez que es romántico ese coche donde a oscuras, y, bajo palabra de Góngora, se hacen las bellaquerías.
Pero esas distracciones de las emisoras cuando incumplen su misión de anunciar permiten contemplar los pujos con que se anuncia la primavera en el idioma. Será ya una estación plenamente dominada por el euro, y nuestra economía se seguirá desarrollando hasta no saber dónde. Ha habido, sin embargo, un pequeño problema en la distribución de la nueva moneda: muchos pueblos no estaban bancarizados, es decir, carecían de oficinas de Banca, y ha habido que remediar tal carencia con vehículos que convierten las pesetas en sus complicados sucesores. Pronunció esa palabra, bancarizados, un miembro del Gobierno; quizá sea normal usarla en sus ambientes, porque la dijo sin inmutarse, gélido, con la misma frialdad con que se dice, por ejemplo, dentífrico o trompeta; era un frío que helaba la médula. Porque, según el diccionario, bancarizar no es 'poblar de bancos la nación', sino 'desarrollar las actividades sociales y económicas de manera creciente a través de la banca'. Para lo cual, está claro, son necesarias las ventanillas en aldeas, pedanías y lugarejos, pero ello no los bancariza: sencillamente, los hace más felices.
Otro pimpollo asoma por el denso ramaje del español: una ilustre locutora de radio, puesta ante una cámara, confesaba hace días el amor sin márgenes que le inspira su oficio, la emoción de estar sola ante el micrófono sintiendo que a él se pegan millares de oídos invisibles y ávidos. Nada la hace más feliz, decía, que locutar. Y como nada puede hacerse para evitarlo, mejor será felicitarla. Que locute por muchos años hasta alcanzar la absoluta felicidad. Eso; y que los cantautores cantauten.
Por fin, y ya en esta larga agonía del invierno, se precipita con fuerza la triunfal presencia de un neologismo semántico. Cuando el futuro inmediato de una cosa es incierto, se dice frecuentemente por tele y radio que se ignora cuál será su deriva. Define el diccionario que esa consiste en 'e1 desvío de la nave de hacia donde iba, por efecto del viento, del mar o de la corriente'. O sea que la empujan fuera los elementos. Pero no es eso lo que dicen esos aturdidos, cuando afirman que no se sabe la deriva de aquella cosa. Quieren decir el 'rumbo'; el cual puede ser bueno o malo, a diferencia de la otra deriva, que normalmente, si el azar no brinda un descubrimiento, acaba en desastre. Se trata de un galicismo; parece que, hace unos treinta años, personajes doctos y escritores grandes como Malraux o Mauriac empezaron a utilizar dérive en ese sentido de 'rumbo incierto' pero no siempre negativo. Aquí no se exigen usuarios tan selectos, y es perfectamente posible oír en transmisiones de fútbol que 'tal como va el partido, puede tomar cualquier deriva'. Es fácil, pues, codearse con aquellos campeones del estilo. Y, de paso, meter rumbo en el camposanto de los vocablos asesinados.
Fernando Lázaro Carreter es miembro de la Real Academia Española.
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