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Columna
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¿Y Europa?

Emilio Ontiveros

Hasta no hace mucho, los ejercicios de anticipación del horizonte económico giraban sobre dos interrogantes básicos: la duración e intensidad de la recesión estadounidense y la capacidad del área euro para tomar el relevo dinamizador de la economía mundial o, cuando menos, mantenerse relativamente inmunizada frente al enfriamiento procedente del otro lado del Atlántico. La realidad no ha tardado mucho en desautorizar los negros augurios sobre la primera y el exceso de optimismo acerca de la autonomía del área euro. Los mecanismos de transmisión entre ambos bloques, además de distintos a los tradicionalmente estimados, son hoy más intensos, especialmente los derivados de la intensa inversión directa de las empresas europeas en el área dólar.

En lugar de facilitar la recuperación de la economía alemana, las autoridades se dedican a amonestarla por la violación de un pacto de estabilidad cuya racionalidad es discutible

En la superación de la más adversa de las configuraciones que se asociaban a la recesión estadounidense (algunos pronosticaron la incubación de la gripe japonesa), han jugado un papel fundamental dos aspectos: la mejor disposición de las empresas en relación a fases recesivas precedentes y la diligente actuación de las políticas económicas. Ambos aspectos contrastan con lo ocurrido en la eurozona.

La celeridad con la que las empresas estadounidenses han ajustado sus inventarios y adecuado sus decisiones de inversión y desinversión al nuevo entorno no es ajena a las transformaciones que aquella economía ha experimentado durante la segunda mitad de los noventa: al predominio de las tecnologías de la información en diversos ámbitos de la actividad empresarial, con el resultado de mejoras de eficiencia inequívocas. Los indicadores y la insistencia de la Reserva Federal en el mantenimiento de favorables perspectivas de crecimiento de la productividad a largo plazo confirman el arraigo de esas transformaciones, cuestionando ese carácter efímero que algunos analistas atribuían al crecimiento de la productividad. Además, agudiza el contraste con lo que observamos en la zona euro. Si la cumbre de Lisboa acertó en el diagnóstico de las causas de la ampliación de la brecha con EE UU en términos de renta por habitante, sus principales protagonistas no han sido consecuentes en las decisiones a adoptar. Algunas de sus implicaciones ya están siendo suficientemente explícitas.

El segundo elemento de contraste se localiza en las decisiones de política monetaria y política fiscal ante la desaceleración. En el pasado año han sido 11 las ocasiones en las que la Reserva Federal ha reducido los tipos de interés hasta dejarlos en el más bajo nivel de los últimos cuarenta años; que el principal riesgo no era precisamente el repunte de las tensiones inflacionistas formaba parte de las pocas convicciones que se podían albergar hace tiempo, aun cuando no se confiara en exceso en la eficacia de todo ese estímulo.

El Banco Central Europeo sigue sin otorgar excesiva importancia al riesgo de recesión, si no en el conjunto de la zona, al menos en algunas de sus economías centrales, Alemania de forma destacada. En lugar de facilitar la recuperación de la economía responsable de casi una tercera parte de la capacidad de producción de eurozona, las autoridades se dedican a amonestarla por la violación de un pacto de estabilidad cuya racionalidad es discutible.

La evolución del euro sigue siendo la síntesis de esa diferente percepción por los mercados de la desigual capacidad de unas y otras autoridades para garantizar el retorno del crecimiento y del empleo en sus respectivos bloques.

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