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CRÓNICAS
Columna
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Tan cerca

La obscenidad con que en este país suceden los desdenes tiene una nueva metáfora en la despedida que el mudo mundo oficial dio esta semana a Adolfo Marsillach; pero eso, como indicaba Alfonso Guerra, amigo del actor, es un epifenómeno, sólo una muestra más de la desconsideración maniquea a la que se somete con frecuencia a artistas de la nobleza moral, de la eficacia intelectual y del compromiso civil que representaba este extraordinario creador de la escena. El partido gobernante ya introdujo una buena dosis de melancolía en Marsillach cuando lo defenestró, con malos modos, de la dirección del Teatro Nacional Clásico, en el que él creó una escuela y una conducta para interpretar a los clásicos, pero también para aprender y enseñar teatro. Así que esta despedida oficial no representa otra cosa que un símbolo de lo que ya pasó; a él no le hubiera importado nada, lo hubiera agradecido. Ah, pues muy bien, eso es lo que siempre decía en circunstancias en que el poder supo que no era suyo. Sus riesgos fueron muchos, en el teatro y en la vida, y él los asumió con una inteligencia que a veces calentaba los alrededores de su persona, pero a veces también helaban por la simplicidad de su implacable sentido común.

Pero costaba hacer que Marsillach volviera sobre aquel desdén profesional que le apartó de una de sus criaturas más preciadas, la gestión del Teatro Nacional Clásico. Esa decisión, por otra parte, fue un aviso a los navegantes; en ese momento no sólo marcó una política respecto al teatro, sino que supuso también el anuncio de una actitud con respecto a los que hubieran imaginado que en este país podía haber alguna vez una gestión radicalmente artística, independiente, de los organismos centrales de la creación cultural. Claro que eso le importó a Marsillach, pero ya él había empezado a ser otro, y aunque mantuvo y reiteró su rabia civil en muchos de los asuntos que han preocupado en España en los últimos tiempos, no hizo de eso, ni de tantas cosas que afectaban a su memoria y a su actividad teatral, ningún aspaviento. Se dedicó a bucear en los recuerdos para entenderse y para entendernos. Parecía como si se estuviera despidiendo siempre del ruido de los aplausos, para ingresar, como el melancólico solitario que era, en una fase autocrítica que acabó ahora y que tuvo su epicentro en las memorias que tituló Tan cerca, tan lejos (Tusquets), que forman parte de lo mejor que dio nunca, como escritor y como hombre. En esas memorias se dedicó a la autocrítica, a buscar las razones que nos llevan a vivir aunque nos abandonen la esperanza y el cuerpo.

Núria Espert recordó aquí (en una carta que le había enviado a Marsillach) los últimos tiempos de su esfuerzo, como actor y como persona; resulta que juntos hicieron uno de los últimos monumentos de la escena española, la interpretación a dúo de Quién teme a Virginia Woolf, de Edward Albee. Fue un esfuerzo gigantesco, que además él ejecutó en medio de una crisis apabullante de salud. Y en las representaciones daba la sensación de que el actor había dejado en el camerino el cuerpo del hombre, y ahí, en el escenario, se desdobló en otro, y fue otro y grande, como lo era en el escenario, pero sobre todo como lo era en la vida.

Era un hombre insólito, un tipo muy especial. Dijo al final de sus días que se iba con la constancia de que había fracasado como amigo. La despedida desmintió su certeza. Decía también Guerra una frase de Camus para despedirle: 'La amistad es la ciencia de los hombres libres'. Esa ciencia también la supo Marsillach, a su manera. Le pregunté hace un año sobre su estado de ánimo, ya navajeado por la certeza del final: 'Bueno, sereno, distanciado, lejano, irónico, comprensivo, tolerante, un poco como sacando el pañuelo a ese tren que se va'. Un amigo.

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