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Reportaje:

A ambos lados de la puerta

Los drogodependientes se siguen cobijando en Hontza pese a no no desaparecer las protestas

Naiara Galarraga Gortázar

La puerta del centro Hontza es el umbral que cada noche separa dos historias. La de puertas afuera empieza a las 21.30. Vecinos de una calle de Bilbao empiezan agruparse en una plazoleta sita a unos cien metros del controvertido centro para drogodependientes. Algunos exhiben una pegatina que reza 'Hontza kanpora [fuera]'. Es miércoles. Hay revuelo porque Interior les ha prohibido protestar a unos pasos de Hontza como han hecho durante un mes largo. Les ha dicho: en la plazoleta o nada.

Las diez pasadas. Empieza la otra historia, la de puertas adentro. El servicio de Cáritas se llama así, búho, porque es nocturno. Llegan los primeros usuarios, en coche, acompañados por dos voluntarios. Una pareja de educadores y una enfermera les esperan. Lo primero es intercambiar las jeringuillas usadas por nuevas. Luego, colocan su abrigo y su mochila en una hamaca. Algunos caminan como autómatas, vienen muy drogados. Otros se apresuran a apuntarse en el turno de la ducha o la enfermería. El resto quiere un café o un cola-cao. Untan montones de galletas.

Txus es asiduo. Su ruta diaria acaba en Hontza. A las 6.45 sale de aquí. Si encuentra un cajero abierto, duerme hasta las 8.45, cuando desayuna donde unas monjas. A las 9 se va a la Comisión Antisida, que tiene un centro similar a éste, pero diurno, en el cercano barrio de San Francisco. 'Hago allí el día', cuenta este hombre que ha pasado en prisión 14 de sus casi 36 años.

Entre una parada y otra, los drogodependientes se buscan la vida. Es una frase hecha que casi todos emplean para ocultar cómo logran el dinero necesario para hacer frente al mono. 'Se meten de todo, coca, heroína, pastillas, lo que pillen', cuenta Paloma, educadora. Cáritas no pretende rehabilitarles, pero sí dignificar un poco su vida.

Feli y Adolfo se estrenan hoy como acompañantes. Ella, voluntaria en Proyecto Hombre, explica por qué no será la última vez: 'Les veo como personas con nombres y apellidos'. Punto. Adolfo, que colabora con Elkarri, ha venido porque 'es una oportunidad de ver su lado humano. Creo que ellos me aportan más a mí que yo a ellos'. Decenas de voluntarios, creyentes o ateos, profesionales o amas de casa, jóvenes o mayores, han respondido a la llamada de Cáritas para acompañar a los usuarios hasta Hontza.

A las 22.30 llega el segundo turno. Ya suman 22 usuarios y no caben más. Hay dos mujeres y un par de extranjeros. Francisco, portugués, cuenta qué le ha supuesto este techo tras dormir seis años a la intemperie. 'Me siento mejor, más fuerte, antes estaba muy delgado y sucio'. Francisco sostiene que este servicio no atrae traficantes: 'Pero si esto está lleno de policía, ¿dónde se van a esconder? ¿Cómo nos vamos a buscar la vida aquí?'

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Afuera, en la plazoleta, unos 250 vecinos siguen concentrados. María no quiere dar su verdadero nombre. Dice que baja 'todos los días' para, al menos, 'estar en paz' consigo misma. Teme 'lo que conlleva el centro, que esta calle se convierta en lo que hay entre San Francisco, Bailén y el Corazón de María [una de las zonas de la villa donde más abunda el tráfico de drogas]'. Sostiene que si la vida del barrio no ha cambiado desde que allí se atiende a toxicómanos es porque los vecinos han tomado la calle. Se declara pacífica: 'Llevo la política del grito. Hontza kanpora no es un insulto'. Advierte de que seguirán protestando cuando el servicio se traslade a la Iglesia de San Antón, en un año, porque 'es un lugar de paso para nosotros'. 'Y nuestra parroquia', añade una joven. María remacha: 'Aquí nadie dice que son drogadictos delincuentes que necesitan 20.000 pesetas diarias para chutarse'.

Los bomberos se van. Acaban de apagar un contenedor al que alguien ha pegado fuego. Es el séptimo desde diciembre. Los vecinos dicen no saber quién ha sido. La Ertzaintza se queda. También hay agentes municipales. En total, varias decenas de policías.

Medianoche. Un drogodependiente quiere entrar a Hontza. Le contestan que ya no se puede. Son más de las once y no es un caso urgente. Son las normas. Dentro, los usuarios se van durmiendo. A las siete, regresarán a la calle.

El gesto de 'los otros'

Entre los múltiples apoyos recibidos por Cáritas y los trabajadores de Hontza, el que más agradecen es de las decenas de personas, de origen y condición diversos, que han respondido a su petición de voluntarios para acompañar a los usuarios en coche y luego para pasar, ya a pie, con ellos noche sí y noche también entre los vecinos. Bajo multitud de gritos, muchos insultos y algún golpe. A todos les ha impactado la experiencia. El forzado traslado de la concentración diaria ha reducido la presión, pero la Ertzaintza y la Policía Municipal siguen en la puerta a diario. Pero hay otro gesto que destaca Lutxi Iza, coordinadora de Hontza: el de los ocho residentes de Zamakola que esta semana se reunieron con un trabajador del centro para dejar claro que, aunque no les gusta el servicio, discrepan del boicoteo y las actitudes de algunos de sus vecinos. Los que protestan no quieren que se generalice. Pero los otros, tampoco.

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Sobre la firma

Naiara Galarraga Gortázar
Es corresponsal de EL PAÍS en Brasil. Antes fue subjefa de la sección de Internacional, corresponsal de Migraciones, y enviada especial. Trabajó en las redacciones de Madrid, Bilbao y México. En un intervalo de su carrera en el diario, fue corresponsal en Jerusalén para Cuatro/CNN+. Es licenciada y máster en Periodismo (EL PAÍS/UAM).

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