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Columna
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USA is out

Fracasan en su búsqueda del mulá Omar y de Bin Laden, mueren más soldados por 'fuego amigo' que por fuego enemigo, bombardean cientos de infelices civiles en misiones erróneas, despiden a miles de trabajadores sin una protesta sindical, se revelan vanas las firmas tecnológicas, la Coca-Cola envenena y, por si faltaba poco, el presidente pierde el sentido por comerse una galleta de fabricación nacional. Estados Unidos no son ya lo que eran. Inútil que sigan promocionando películas de Hollywood o explotando la fórmula secreta del coronel Sanders para Kentucky Fried Chicken. De todo eso ya hemos aprendido lo suficiente y no necesitamos más. Han extendido la comida basura y la televisión basura, han inventado el estrés, el acoso y el espionaje electrónico en el trabajo, el trabajo basura también. Todo son tristes amagos de viejos revolucionarios de Seattle o beatnicks rancios, revivals de solidaridades con voluntarios rubios sin salir de su monetaria y puritana nación.

Una cultura que ha terminado por hastiar. Quien aspire a ser moderno no será ya una réplica norteamericana. Desde la Pepsi al Levi´s, desde el Hello Kitty al Mustang son ahora productos demasiado cursis. Si el siglo XXI es la inauguración de algo no puede refabricarse con los mismos componentes. ¿Comprarse todavía unas Nike? ¿Ver otra película de Tom Hanks? ¿Encandilarse con la NBA? Todo ello corresponde a un tiempo concluido. Lo nuevo no se encuentra en Estados Unidos. Estados Unidos es la suma de una obviedad mundial. Un surtido demasiado visto en la diversión y sobado por varias generaciones pasadas. Cualquiera de sus mitos forman parte de nuestra ex-juventud pero no tanto de la nueva juventud del mundo. Es posible que todavía queden adolescentes atraídos por los tópicos norteamericanos pero son más bien criaturas del tercer mundo que siguen confundiendo el dólar con el cielo y McDonald´s con la libertad.

Los franceses que no han perdido la ilustración sostienen la barrera de la excepción cultural. Hasta ahora mismo la excepción cultural era un acto de defensa contra la invasión de la cinematografía norteamericana pero ahora es una cuestión de buen gusto. Por el mismo orgullo de la distinción no se debe seguir manteniendo una deriva norteamericana. La fascinación con que han captado a los niños de otros tiempos se prolonga estos días con sesiones del tipo El señor de los anillos o Harry Potter. Puede ser que no haya más remedio, por el momento, que acompañar a los pequeños al cine pero ya se cansarán de su pesadísima edad.

Estados Unidos se ha convertido en el propio hastío de occidente. La reverberación dentro de una cultura que va eliminando la diferencia diariamente, cayendo dos lenguas cada semana en provecho del inglés, apartando de las mesas cada plato en beneficio de la telecomida, miserabilizando a dos terceras partes del globo a cambio de la internacionalización neoliberal. Pero no se trata ya de que el sistema sea injusto o devastador, sino aburrido. La opción de consumir Estados Unidos tuvo su originalidad a comienzos de siglo XX, alcanzó su destello en vísperas de la gran depresión, logró su glamour humano en los años treinta, su apoteosis en la década de los cincuenta, arrasó entre los financieros en los ochenta, pareció un milagro eterno en la década finisecular, pero ahora... Ahora es el fin de la ilusión.

Su poder militar, tecnológico, científico, económico puede seguir exhibiéndose como la cima del planeta pero ya no miramos con arrobo su altísimo nivel. Las torres más altas se han derrumbado a la vez que nos descubrimos hartos de sus grandes dioses. Que se complazcan en sus parroquias y sectas, que compren camisas en Tommy Hilfiger, que se gasten la American Express en Sacks Fith Avenue, que coman montañas de palomitas en los cines y se atiborren de pretzles como su presidente. Ese empacho de lo mismo ha llegado a ponernos demasiado y, como al mismo Bush, nos ha derribado. Incluso como espectadores de televisión.

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