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Una lectura de las ruinas

Los países, como algunas especies zoológicas, mudan de una edad a otra: cierto día -o cierto año- despiertan larvas, ninfas, abren sus capullos de fibra y vuelan hacia un aire donde todo es posible. En las últimas semanas, la Argentina violentó las leyes de la naturaleza e hizo algo nunca visto: descendió de su estado de ninfa, de comunidad aletargada pero todavía unida por el frágil nudo de las instituciones, a un estado de larva informe. Exánime como está, el país podría convertirse en algo difícil de imaginar: un animal monstruoso y autodestructivo, como lo fue durante los últimos días del año 2001, o una sociedad a la reconquista de la salud que ha perdido.

Por ahora, la modernidad ha quedado atrás. Durante más de diez días -demasiados días-, la Argentina agonizó en un campo de batalla dividido en feudos o tribus que sabían con claridad lo que querían destruir, pero no tenían la menor idea de lo que debían construir. Se alzaron cientos de banderas exigiendo los cambios que no se hicieron durante los años de fracaso: la expulsión de los políticos corruptos, la reducción de la ingente burocracia estatal -sobre todo la del excesivo número de repre-sentantes-, la renovación de una Corte Suprema vasalla -así decían los carteles- de los Gobiernos impuros que la eligieron, la devolución de los depósitos bancarios acorralados para evitar estampidas. Las voces más compasivas hablaban de un Gobierno de unidad y de salvación nacional. La salvación y la unidad, sin embargo, aun con el mejor de los gobernantes, parecen utopías improbables. ¿Cómo salvar a una nación postrada, cuyos tres últimos presidentes -los que se sucedieron entre el 22 de diciembre y el 1º de enero- describieron una economía arrasada, sin producción ni ahorros? ¿Y en qué unidad podrían reconocerse los que el 1º de enero, poco antes de que se reuniera la Asamblea Legislativa para consagrar presidente al senador Eduardo Duhalde, observaron la pelea prehistórica que libraron en las vecindades del Congreso Nacional, con armas y epítetos bárbaros, hordas que agitaban estandartes de la izquierda y del peronismo de Duhalde?

Lo que se ha visto en la Argentina durante estas últimas semanas no se parece a ninguna otra revuelta histórica conocida, porque, si bien exige, como otras, la destrucción del viejo orden, no predica un orden nuevo. Tiene, en el territorio de la acción, un sentido semejante al de los votos nulos -los sobres con una rodaja de salami dentro o con nombres imposibles que se emitieron como votos en las elecciones de octubre del 2001- y que el depuesto presidente Fernando de la Rúa interpretó con tanto candor o tanto cinismo. La última semana del año, el aún senador Eduardo Duhalde señalaba que la Argentina corría el riesgo de una guerra civil. Pero no enunciaba cuáles podían ser los bandos de la contienda, porque acaso no había bandos, sino la furia de todos contra todos, o tal vez la furia de todos contra un Estado al que no le veían rumbo ni futuro.

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La Argentina ha quedado excluida de todas las corrientes de transformación del mundo moderno. La cesación de pagos la ha convertido en un paria de la globalización, vedándole sus beneficios, pero no sus problemas; la ha condenado a recluirse en sí misma, anclada en un no tiempo y en un no mundo. Por quién sabe cuánto tiempo, nada le llegará desde fuera, salvo lo que sea por caridad: ni los repuestos importados que hacen falta para las industrias y el agro, ni los medicamentos de última generación, ni los libros que se publican en otra parte. Sólo, tal vez, podrán verse aquellas películas capaces de recuperar velozmente los costos de importación. Por duro que sea decirlo, casi no habrá lugar para las utopías y los proyectos, porque el afán de la gente estará concentrado en sobrevivir, no en vivir.

Alguna vez escribí que la Argentina fue civilizada a golpes de barbarie y que el autoritarismo impregnaba tanto la educación como el comportamiento cotidiano de los habitantes. Algunas formas de la barbarie en estado puro hicieron su aparición pública a fines del 2001. Fueron días sin instituciones a la vista: los miembros del Poder Ejecutivo emitían discursos sólo para formular promesas inverosímiles o para dimitir; los gobernadores y los representantes legislativos se reunían sólo para preservar sus espacios de poder, defender sus proyectos presidenciales a largo plazo, proteger sus feudos. Algunos de los que merecían respeto hasta hacía pocas semanas revelaron, en medio de la crisis, su doblez, su mezquindad, su cortedad de miras. Primero yo parecía ser la consigna a la que todos se plegaban. Y la Corte Suprema: ¿qué decir de la Corte? Los mismos adustos jueces que días antes habían dejado en libertad a Carlos Menem y a su cuñado Emir Yoma por el todavía oscuro contrabando de armas a Ecuador y a Croacia, de pronto se esfumaron, desaparecieron en la niebla de la feria judicial, sordos al tremolar de las cacerolas que exigían sus renuncias.

Una de las instituciones más tenaces, la moneda, también trastabilló y se desvaneció. Durante más de diez años, el esfuerzo por mantener el peso argentino a la par del dólar cobró la vida de ministros y presidentes. Ahora tampoco nadie cree en la convertibilidad. Una de las primeras decisiones del efímero presidente Adolfo Rodríguez Saá fue asegurar la ficción de un peso convertible, pero introducir una tercera moneda, el argentino, que nacía con un valor nominal y otro valor real. Descartados esos experimentos, los ciudadanos descubrieron que, de todos modos, casi ninguna moneda significa nada. En la mayoría de los supermercados se puede comprar con patacones -el extravagante bono con el que se pagan los salarios en la provincia de Buenos Aires-, pero es preciso hacerlo con el cambio justo, porque nadie quiere dar vueltas.

Alguna gente va con dólares, patacones, pesos y bonos Lecop a cancelar sus impuestos o las cuentas de servicios públicos, porque en muchos bancos no hay reglas para aceptar unos u otros. Un comerciante de San Telmo, que había recibido un billete de cincuenta dólares, intentó pagar sus impuestos municipales de alumbrado y limpieza en un banco de Constitución, pero la cajera se lo rechazó con el pretexto de que el servicio de conversión de monedas estaba interrumpido, mientras en la ventanilla de al lado una usuaria del banco retiraba de su caja de ahorro en pesos mil dólares sin el menor conflicto. Por todas partes se oyen diálogos que podrían pasar intactos al teatro de Ionesco.

En Tucumán circulan por lo menos cuatro monedas: bonos Lecop, pesos nacionales, bonos provinciales y, en algunos hoteles, dólares; pero la clase media paga sus cuentas con cheques diferidos a noventa o ciento ochenta días, cuyos valores de venta y reventa varían según cual sea la institución que los emite. En los almacenes de ramos generales o en las farmacias rurales no se conoce otra moneda que el bono provincial: a menudo ilegible, trasegado como un papel de diario que ha pasado de mano en mano durante siglos. 'Ya no se vive en ninguna parte, pero hay lugares donde todavía se come', le oigo decir a un peón azucarero, sin poder descifrar el oscuro sentido de esa sentencia.

Tal vez el saldo más lamentable de la crisis no sea la caída de las instituciones que empezó con la expulsión del presidente Fernando de la Rúa, el 20 de diciembre, ni la treintena de muertes inconcebibles que acompañaron ese derrumbe, sino la sensación de anarquía general, la sombra de fin de mundo que se cierne sobre la Argentina entera y que pondrá a prueba la imaginación del nuevo presidente Eduardo Duhalde, cuyo mandato ha surgido de un acuerdo político, no del consenso de las mayorías electorales. Junto a los jóvenes idealistas y a las desesperadas familias de clase media que fueron a golpear sus cacerolas en la plaza de Mayo o frente al palacio del Congreso, se mezclaron marginales sin trabajo, desesperados y violentos, cuyo único propósito era expresar su afán de destrucción. Alguien -aún no se sabe quién- les pagó para que llevaran el caos de un lado a otro y acentuaran la desazón y la incertidumbre de la buena gente. Durante largos días, las cacerolas que se oyeron por todo Buenos Aires expresaron dos realidades igualmente significativas: el hartazgo de la gente, por un lado, y el olvido o el rechazo -por parte de esa misma gente- de que el pueblo sólo gobierna y delibera a través de sus representantes.

Es difícil imaginar, entre tanta ruina, que el país está 'condenado al éxito', según la expresión de deseos del nuevo presidente. Pero quizá la profunda, dolorosa catarsis de estas semanas permita recrear una comunidad que rechace a los demagogos y a los funcionarios rapaces, depredadores, impunes e inútiles que abundaron en los últimos años. La Argentina está vacía de casi todo: reservas, recursos, valores. La única ventaja de la pobreza es que cuando se empieza de cero siempre se puede empezar mejor.

Tomás Eloy Martínez es periodista y escritor argentino.

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