El rentable negocio de la libertad
Por enésima vez, un asunto sin rostro ni jugo de noticia, la estrategia de mercado llamada excepción cultural, llena de nuevo páginas de los periódicos de toda Europa como si fuera un suceso. Y no será ésta la última vez. Reaparecerá en cuanto vuelvan a sonar alarmas de reducción a bajo mínimos, cuando no de amenaza de extinción, en el cine europeo. Porque con estas alarmas aflora el recuerdo de que hay en Europa un dispositivo de defensa del cine con probada eficacia para frenar -y el ejemplo de Francia, único país que lo adopta a fondo, es una evidencia abrumadora- la voracidad de la presión colonizadora del enorme negocio (el segundo, tras la aeronáutica, de la industria estadounidense) de Hollywood, que, con la espalda cubierta por un mercado interior rico y férreamente protegido, busca adueñarse, sin que ninguno (salvo el francés) le oponga resistencia, de los igualmente ricos pero desprotegidos mercados europeos. Hollywood, ya dueño de casi todo en esos mercados, quiere más; y sólo Francia, gracias a la argucia defensiva de la excepción cultural, mantiene a su cine a salvo de esa codicia. De ahí que bajo esta prosaica bronca de mercaderes se esconda una aventura de la supervivencia.
Hace más de dos décadas, en mayo de 1981, durante la campaña que llevó a François Miterrand a la presidencia de Francia, Jack Lang, su ministro de Cultura, ideó un sistema corrector de la dinámica natural del mercado cultural, introduciendo en su norma la idea de una excepción capaz de garantizar diversidad en la oferta de productos de la imaginación. Inicialmente, en un decreto de julio de aquel año, esa idea se orientó hacia la defensa de la diversidad editorial, sustrayendo al libro de la ley de la rentabilidad inmediata; y acto seguido, tras duplicar el presupuesto del Ministerio de Cultura, a su más compleja aplicación en el mercado audiovisual, del que tiraba, y sigue tirando, el cine. Así evoca Jack Lang aquel primer paso de esta aventura: 'Partimos de que las obras del espíritu llevan dentro un componente de irreductibilidad y de originalidad que les hace muy frágiles, por lo que no se les debe aplicar el rasero de las mercancías fabricadas en serie y hay que regular su creación y su expansión con reglas especiales'.
Son esas reglas lo que conforman la estrategia de la excepción cultural, que en 1993 Miterrand moldeó en esta célebre oferta a los dirigentes de la Unión Europea: 'Lo que está en juego es la identidad cultural de nuestras naciones, es el derecho de cada pueblo a su propia cultura, es la libertad de crear y de elegir nuestras imágenes'. Y poco después, en la orilla opuesta de la batalla, fue Jacques Chirac -un liberal que replicó a bote pronto que 'el audiovisual es un asunto demasiado importante para dejarlo a merced de la iniciativa privada'- quien reanudó la defensa de esa estrategia y dejó ver que la excepción cultural está más allá del juego de las transacciones políticas y forma parte del territorio de la identidad de un idioma y un país: 'No se cierran fronteras, sino que se abren, cuando se dice que no compete a los mercados decidir el destino de los bienes culturales'.
En España, lo más que se ha llegado a decir, desde el poder, de la excepción cultural es que 'no nos interesa' o, más soez aún, 'no nos hace falta', cuando lo único imprescindible de la legislación cinematográfica vigente son sus tímidas y escasísimas aplicaciones de esta irreemplazable estrategia defensiva. Desde aquí sorprende, y casi escandaliza, la magnífica unanimidad con que la hacen suya todos los políticos franceses, desde ultraderechistas a comunistas. Vista desde los vaivenes del cine español, que salta de la miseria del 2000 a la eufórica pobreza del 2001, la formulación francesa de la excepción cultural como materia innegociable, o como asunto de Estado, es un acto de clarividencia, cuyo resultado práctico está a la vista, pues hace irrefutable que el impulso de los poderes públicos a la diversidad de la creación artística es, además de una forma profunda e insustituible de defensa de la libertad, una rentable inversión a largo plazo, un negocio de altos y anchos vuelos, no doblegado por la grosera, y artísticamente devastadora, ley de la gananacia inmediata.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.