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Columna
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Quilombo vasco

Cualquiera que tenga un pariente, amigo, colega o conocido argentino o, mucho mejor, haya tenido la suerte de convivir con ellos en su maravilloso país, ha podido oírles exclamar con mucha frecuencia '¡qué quilombo!', para referirse a lo que nuestra Real Academia define como 'lío, barullo, gresca o desorden'. Observando, con perplejidad y tristeza, la deriva vertiginosa en la que se precipita la sociedad argentina, para intentar comprenderla y vislumbrar su casi imposible salida, no me viene a la cabeza mejor definición que la que haría seguramente un argentino con tal exclamación. A una situación tan compleja como aquella nunca se llega por una única causa, ni debemos caer en tentaciones simplificadoras a la hora de diagnosticarla. Sin embargo, quiero fijarme en un aspecto principal y que puede ser de aplicación a otras situaciones no tan lejanas, si podemos tener por lejano lo que ocurre en un país hermano por tantas razones. Me refiero a la irresponsabilidad de la clase política argentina, instalada en la demagogia y el populismo, además de estar trufada por la corrupción, y ser incapaz de concertarse por encima de los intereses partidistas o de camarillas para afrontar con éxito la gravísima crisis de su país.

En nuestro particular quilombo se asesina, se extorsiona, se excluye y se aterroriza

La ineptitud y la irresponsabilidad de las élites políticas han puesto al país a la deriva y sin rumbo, con una crisis de confianza interna y externa inconmensurables. Es incomprensible que, ante una crisis económica y social que viene de lejos y se agrava por momentos, y tras una dictadura militar traumática, la clase dirigente no haya sido capaz de articular mecanismos de concentración nacional. En lugar de concertar un diagnóstico común y consensuar las políticas anticrisis, inevitablemente drásticas, han preferido continuar como si nada pasase, tirándose los trastos a la cabeza o recurriendo a sus viejas recetas populistas, a base de competir en demagogia y, por supuesto, en aprovechamientos diversos de la situación. ¿Se imaginan lo que habría sido de nosotros si en nuestra transición, con todas las imperfecciones, no se hubiesen firmado los llamados Pactos de la Moncloa o no se hubiese consensuado la Constitución o el Estatuto, por ejemplo? En efecto, el consenso es una forma sosa de hacer política, que emociona muy poco y limita la competición ideológica, pero a veces es la única manera responsable de poder avanzar, recuperando la confianza y minimizando los costes y riesgos de fracturas irreconciliables por una demagógica dinámica de superoferta (el bien conocido ¿no hay quien dé más?).

Dirán los lectores que he equivocado el título de esta columna y que el quilombo es el argentino y no el vasco. Pues no. Cojo el rábano argentino por las hojas, para llamar la atención del que entiendo es el problema más grave de la política vasca. En efecto, aquí no hay problemas de deuda externa, de inflación, de subsistencia, de devaluación, de riesgo país... o de cacerolazos. Pero, en nuestro particular quilombo se asesina, se extorsiona, se aterroriza, se cercenan las libertades, se excluye por un determinado tipo de hiperpolitización y se pierde la confianza a pasos agigantados. Además, esto sucede de forma asimétrica, afectando directamente a media comunidad, sin que la otra media sea capaz de reaccionar adecuadamente, con serio riesgo para la convivencia comunitaria. Y, ante tan grave desorden, nuestra clase política prefiere la confrontación urbi et orbe, sin la más mínima concertación de diagnóstico o de respuesta, después de dos décadas largas de democracia y autogobierno.

Este es el principal problema de gobernabilidad que tiene nuestro país y no el del presupuesto o, siquiera, el Concierto, porque, además, la forma de resolver éstos no puede desligarse de aquel. De la gobernabilidad, es decir de la gestión del rumbo de los problemas más graves del país, son responsables, ante todo, los gobiernos y sus titulares partidistas, pero la corresponsabilidad compromete a toda la clase política y dirigente. No puede haber normalidad política en Euskadi, sin erradicar la violencia y su subcultura de nuestra sociedad, y no avanzaremos hacia esa normalidad, sin la previa concertación de nuestra clase política sobre la neutralización del chantaje antidemocrático de la violencia. Para ello es imprescindible renunciar a sacar beneficio colateral de éste, sobre todo por parte de quienes lo padecen menos directamente, y castigar social y políticamente a quien caiga en la tentación de hacerlo. Entre tanto, no podemos seguir haciéndonos trampas en el solitario, como si no pasase nada o todo fuese normal.

De seguir así, el quilombo vasco nos desbordará a todos. Salvo que esté ya tan instalado entre nosotros que sea eso, precisamente, lo que se persiga. En este caso, se coincidirá con los terroristas en el 'cuanto peor, mejor'.

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