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CRÓNICAS
Columna
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El viaje que nunca termina

Juan Cruz

La literatura es el viaje que nunca termina. Malcolm Lowry, cuya vocación literaria pasó a la historia con una novela, Bajo el volcán, maldita y divina, lo pensaba así y así quería titular el conjunto de su obra: el viaje que nunca termina. Fue un viaje literario; el alcohol lo convirtió en pesadilla y las palabras en obra de arte. Al leer su biografía, o autobiografía, toca la decadencia que el tiempo va labrando en los constructores de sueños, hasta que el sueño final rompe su trayecto: miren cómo murió Lowry, en el sueño.

Quien lee la correspondencia de Lowry ve cómo ese rostro de nadador atlético, pero inseguro, va perdiendo pie en la realidad, como si la vida estuviera escribiendo sobre él, sobre su misma piel, la otra novela, la que se escribe cuando aún no estás despierto; decía Lowry que era capaz de soñar mil novelas y que luego la vida, al día siguiente, las taponaba como si el sueño viviera la vida de otro. Igual que Julio Cortázar en Rayuela, él no era consciente de estar escribiendo, mientras hizo Bajo el volcán, precisamente una novela, y casi con las palabras que usaría luego el autor de Rayuela vio en ese libro inagotable, e inevitable, 'una especie de ópera, y hasta (...) una película de vaqueros. Es música hot, un poema, una canción, una tragedia, una comedia, una farsa...'.

Hay algo extraño y a la vez sublime en esa vocación de inventar las vidas de otros o de prolongar las propias. Escribir es detener el tiempo o hacerlo eterno, y sin embargo, nunca es eterno, empieza y termina, se hace para que juguemos con él o para que lo perdamos, pero al final, el tiempo, de enero a diciembre, con todos sus segundos, se cobra su venganza. Lo que hace la escritura es agarrar ese tiempo, hacerlo poema o frase, y dejarlo ahí para siempre, y son los otros luego, los que leemos, los que seguimos vivos en el tiempo gracias a las palabras que otros nos dejaron.

Lowry creía -y eso está en su espléndida, extrañada correspondencia, editada por Tusquets en mayo de 2000 y preparada por Carmen Virgili, en una especie de tour de force de amor a un autor- que el tiempo 'es una inhibición para impedir que todo suceda a la vez' y lo que hace la escritura es simular que todo sucede a la vez, como en el sueño. La literatura es un instrumento de la vida contra la muerte, pero hay que estar despierto para escuchar su sonido; por eso es bueno leer, para que nos coja en el instante en que pasa por nosotros el viaje de la literatura ajena.

Hay algo extraño, sublime, y es además misterioso imaginar por qué los libros se quedan primero en la retina anímica de los escritores y después pasan a formar parte de la piel de los lectores, que son otros y distintos a partir de lo que leen. Si no sirven para calzado ni para comida ni para aguardiente, por qué los libros son tan insistentes, tan inmortales. En su cuento Una velada literaria, el argentino Fontanarrosa narra las veladas literarias de unos personajes que se reúnen para cenar libros de grandes autores, desde Stendhal a Dostoievski. La obra en la que está ese cuento se llama El mundo ha vivido equivocado (RBA) y rescata para España el desenfado de un autor muy serio. Imaginemos con qué vino combinaríamos la mejor literatura, la que se acerca más a nuestro espíritu. Leyendo a Lowry, esas cenas imaginadas por Fontanarrosa parecen reproducir lo que alguna vez es en el escritor inglés la complicada digestión de su cultura y su vida. Qué nos pasa después de haber leído.

Pero en ese libro de cartas de Lowry está sobre todo el latido de los escritores que son y han sido, con qué han combinado su extrañeza al hallar las metáforas de su pasión. Cuando a Lowry le rechazan esa obra suya de esplendor y decadencia reacciona como el león -así firmaba sus cartas de amor y arrepentimiento- en una jaula, y defiende la esencia de su imaginación con la minuciosidad de un loco. Leer ahora esas confesiones es tocar a un hombre antes y después de que la literatura lo hiciera leyenda. En España tuvimos un escritor de esa estatura, Juan Benet, de cuya muerte hace hoy nueve años; su rabia literaria fue su independencia, y su pasión, detener el tiempo escribiendo. Tal día como hoy le venció el tiempo, pero, como Lowry, deja en el espíritu de lo escrito la piel de lo que supo. Y es imborrable.

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