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Tribuna:PIEDRA DE TOQUE
Tribuna
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'¡Fuera el loco!'

Mario Vargas Llosa

Una encuesta de la consultora Datanálisis, difundida por la agencia EFE el 19 de diciembre, revela que la popularidad del presidente venezolano Hugo Chávez ha caído en picada y que el apoyo con que cuenta en su país se redujo de un 55,8 por ciento en el mes de julio a un 35,5 por ciento en diciembre. Perder más del veinte por ciento del favor popular en cinco meses es bastante sintomático; pero acaso lo sea más que, según la misma encuesta, ahora haya un 58,2 por ciento de venezolanos que califique de 'mala' la gestión de Chávez y que un 44 por ciento considere, (contra un 25,7 por ciento) que el país está 'peor' que hace tres años, cuando el ex-golpista teniente coronel asumió la presidencia, en febrero de 1999. Para juzgar la situación política de Venezuela hay que situar estos datos contra el telón de fondo del paro nacional del 10 de diciembre, convocado por la Federación de Cámaras de Venezuela (Fedecámaras) y apoyado por la Confederación de Trabajadores de Venezuela (CTV) -insólita alianza de patronos y obreros en una causa común- que fue secundado según la prensa por más del 90 por ciento del país, para protestar contra la promulgación de 49 decretos-ley que recortan drásticamente la propiedad privada, la economía de mercado y amplían de manera sustancial el intervencionismo del Estado y las instituciones colectivistas en la vida económica. Pese a la acción beligerante de grupos gubernamentales que trataron de tomar las calles, la oposición pudo manifestarse, de manera masiva, en todas las ciudades principales de Venezuela, y corear de manera estentórea el eslogan: '¡Fuera el loco!'. Todas éstas son muy buenas noticias, indicadoras de que el viejo reflejo democrático del pueblo donde nació Simón Bolívar no estaba tan apolillado como temíamos, y que, ante las aberraciones políticas y económicas de que viene siendo víctima, se ha puesto otra vez en acción para impedir la catástrofe a la que llevará Chávez a Venezuela de manera irremisible si continúa por el camino que ha emprendido.

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Es un grave error, eso sí, llamarlo un loco. Se trata de un demagogo y un inepto y de un ignorante ensoberbecido por la adulación y el estrellato popular de que ha gozado hasta hace poco, pero no de un perturbado mental. Su política, aunque perversa y enemiga del progreso y la modernidad, tiene una lógica muy firme y una tradición muy sólida, en América Latina en particular y en todo el tercer mundo en general. Se llama populismo y es, desde hace mucho tiempo, la mayor fuente de subdesarrollo y empobrecimiento que haya padecido la humanidad; asimismo, el obstáculo mayor para la constitución de sistemas democráticos sanos y eficientes en los países pobres.

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Las expropiaciones y confiscaciones de tierras en nombre de la justicia social, reservar al Estado el 51 por ciento de las sociedades mixtas, imponer un riguroso centralismo y una planificación burocrática en el sistema de creación de riqueza de un país, y satanizar a la empresa privada y al mercado como responsables de todos los males que aquejan a la sociedad no tiene nada de novedoso. Es un antiquísimo recurso de los gobiernos que sólo se preocupan por el corto plazo y están dispuestos a arruinar el futuro con tal de salvar el instante presente. En el Perú tenemos dos casos ejemplares de la especie: el general Velasco Alvarado y Alan García, cuyos gobiernos dejaron como herencia un verdadero cataclismo económico. Lo notable es que el comandante Chávez haya hecho suyo este programa populista cuando, en el resto del mundo, ha caído en el más absoluto descrédito y hoy día casi nadie lo defiende -nadie que no sea un Fidel Castro, por supuesto, modelo y mentor del demagogo venezolano-, empezando por los partidos socialistas y social demócratas que lo promovieron en las décadas de los cincuenta y los sesenta y que ahora, por fortuna, reniegan de él. Porque una de las grandes ironías de la historia contemporánea es que hoy sean algunos gobiernos socialistas, como el de Tony Blair en el Reino Unido, los que aplican las más efectivas políticas económicas liberales en el mundo.

Salvo países como Cuba, Libia, Etiopía y Corea del Norte, nadie aplica ya la receta estatista y centralista. Casi todos los países en vías de desarrollo, algunos con entusiasmo y algunos a regañadientes, han adoptado, con resultados muy desiguales por lo demás, el único sistema que ha probado ser capaz de asegurar el crecimiento económico y la modernización. Es decir, sistemas abiertos, de economía de mercado e integración en el mundo, y de resuelto apoyo a la inversión extranjera, la empresa privada y la reducción del intervencionismo estatal. Es verdad que la corrupción, mal endémico del subdesarrollo, ha frenado o hecho fracasar estas políticas en muchos países donde no existían instituciones eficientes capaces de atajarla -la justicia, sobre todo-, como muestra el caso trágico de Argentina. Pero lo cierto es que sólo en Venezuela ha habido, a consecuencia del desastre de una supuesta política 'liberal', un giro copernicano tan insensato hacia el viejo populismo que estancó el desarrollo de América Latina.

En el resto de países latinoamericanos, con excepción de Chile -el único país que progresa de manera sostenida y parece destinado a ser el primero en la región en superar de manera definitiva el subdesarrollo-, la decepción con las recetas supuestamente 'liberales' (por lo general mal concebidas y peor aplicadas) no ha traído una regresión radical al populismo a la manera venezolana. Más bien, un estancamiento o parálisis en el proceso de liberalización económica, o lentos y discretos pasos atrás, en la dirección del intervencionismo, con el conocido argumento de 'corregir' los excesos del mercado. Es cierto que, de manera tímida, los antiguos demonios nacionalistas van reapareciendo en el debate político y, aquí y allá, se oye predicar la necesidad de que ciertas industrias 'estratégicas' permanezcan en manos de nacionales o del Estado, o execrar al FMI (Fondo Monetario Internacional) y al Banco Mundial por imponer un modelo económico lesivo a la soberanía y a los intereses de las clases populares. Estos síntomas son, desde luego, inquietantes, pero bastante comprensibles. Hay que ver en ellos sobre todo el panorama recesivo, la agudización del desempleo y la caída de los niveles de vida de los últimos años en la mayor parte de los países latinoamericanos. A quienes echan la culpa de este estado de cosas al 'neoliberalismo' habría que preguntarles por qué en España y en Chile, donde sí se vienen aplicando políticas de privatización y de apertura al mundo, el 'neoliberalismo' ha dado tan óptimos resultados, en tanto que en Argentina y en el Perú no. La respuesta, claro, es que las políticas económicas en estos dos últimos países (o en la Venezuela de Carlos Andrés Pérez) eran 'liberales' de nombre, pero no de contenido, pues en ellos la corrupción hacía el efecto de un veneno que destruía y envilecía las reformas, para beneficiar a grupos privilegiados de políticos y de empresarios. Pero, aunque, en la atmósfera de crisis -recesión y parálisis de las inversiones- que vive América Latina, asomen en el horizonte una vez más las tentaciones populistas, sólo en Venezuela, gracias a Hugo Chávez, ha tenido lugar una regresión tan radical e insensata hacia la vieja política. Es desde luego alentador que el pueblo venezolano vaya despertando del delirio populista que lo llevó, por asco e indignación ante la pillería y torpeza de los gobiernos anteriores, a apoyar un personaje tan anacrónico y dañino como el ex-golpista. Ahora bien, esos errores pueden costar muy caro, como muestra el dilema en que se encuentra Venezuela. Hugo Chávez ha llegado a la presidencia respetando unas formas democráticas que el electorado venezolano avaló y legitimó con sus votos. Así como unas reformas constitucionales que, en teoría, podrían permitir al comandante de marras permanecer en el poder por otros tres lustros, tiempo más que suficiente para retroceder a Venezuela a los niveles económicos de Sierra Leona o Haití. ¿Qué hacer, entonces? Si, como lo ha hecho hasta ahora, Hugo Chávez respeta más o menos las formas democráticas, no es mucho lo que se pueda hacer, pues proponer un cuartelazo, como hacen algunos termocéfalos sin memoria, sería un remedio peor que la enfermedad. No se cura el cáncer con el sida. Sin embargo, considero improbable que el comandante se ciña a las reglas de juego democráticas por mucho tiempo más, si el proceso de impopularidad que ahora padece se va acentuando. Es probable que, si el rechazo hacia su persona y su gobierno continúa, el discípulo de Fidel Castro no se dé por aludido, y, más bien, explique aquellas estadísticas adversas como el producto de una conspiración de imperialistas, capitalistas y mafiosos. Entonces, la tentación de aplicar el cerrojo a la libertad de expresión y a la libertad política, hasta ahora respetadas, será irresistible. La verdadera batalla por la supervivencia de la democracia -por la supervivencia de Venezuela- se librará en ese momento. No contra un loco, sino contra un tirano en ciernes. Y habrá que hacer todo lo necesario para que, si ello ocurre, el aspirante a dictador no cuente con la complicidad y el padrinazgo con que contó Fujimori, de parte de muchos gobiernos democráticos de América Latina , y por supuesto de la OEA (Organización de Estados Americanos), cuando, el 5 de abril de 1992, asestó aquella puñalada trapera que puso fin por ocho años a la democracia en el Perú.

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