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EE UU se endurece y se encierra

Los atentados acentúan el patriotismo

Enric González

Winston Churchill dijo que Estados Unidos siempre hallaba la mejor solución posible para sus problemas, después de probar sin éxito todas las demás opciones. La gran potencia mundial se encuentra ahora, probablemente, en la primera fase de esa secuencia.

La ansiedad y la urgencia creadas por los atentados del 11 de septiembre han acelerado hasta el paroxismo la maquinaria gubernamental. Las ideas se convierten en decisiones en cuestión de días. En un país que tiende a pensar a corto plazo, nadie parece contar con las consecuencias secundarias de la acción política: la realidad se ha hecho unidimensional, como los discursos del presidente George W. Bush o los informativos de televisión. Más allá de la guerra contra el terrorismo no hay nada.

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No ha habido tiempo para asimilar el vuelco ideológico del Partido Republicano, repentinamente favorable a un Gobierno federal fuerte, capaz de gastar lo que haga falta y de controlar hasta el último rincón privado de la ciudadanía, ni ha habido tiempo para despedirse de aquello que se llamó 'revolución conservadora'. No ha habido tiempo para considerar que algunas de las medidas adoptadas por el fiscal general, John Ashcroft, como la supresión de la privacidad en las comunicaciones entre algunos detenidos y sus abogados, las detenciones ilimitadas o la investigación indiscriminada de determinados grupos étnicos o religiosos serán invocadas en el futuro como justificación por regímenes totalitarios.

Lo mismo puede decirse de los tribunales militares secretos. No ha habido tiempo tampoco para calcular cuánto crecerá el 'complejo industrial militar' gracias a la obsesión colectiva por la seguridad. Ni ha habido tiempo para pensar en la conveniencia de apoyar sin reservas a un aliado tan circunstancial y peligroso como Pakistán, o para percibir que la ruptura del tratado ABM, en nombre de un incierto escudo antimisiles, estimulará la carrera de armamentos en Asia.

En guerra contra un enemigo fantasmagórico, en plena recesión y heridos por un ataque atroz, la sociedad estadounidense (la más rica, diversa y creativa del planeta) no ha hallado mejor elemento aglutinador que la bandera y el recuerdo de los heroicos años cuarenta.

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Como entonces, el fin justifica los medios. Franklin Roosevelt internó en campos de concentración a los ciudadanos de origen japonés, y Harry Truman arrojó dos bombas atómicas sobre Japón. Bush invoca con frecuencia el espíritu de la Segunda Guerra Mundial y la opinión pública le aplaude. De aquel conflicto salió el Plan Marshall. Todavía es demasiado pronto para intuir qué saldrá de este.

Sobran los matices y las discrepancias. La semana pasada, una audiencia de estudiantes universitarios abucheó a una oradora por mencionar las 'garantías constitucionales' de los detenidos y la obligó a abandonar el estrado. La única representante que votó contra la concesión al presidente de plenos poderes para hacer la guerra necesita protección policial permanente. Las encuestas revelan un amplio apoyo a la guerra de hoy, en Afganistán, y a cualquiera que se emprenda inmediatamente después.

Estados Unidos se ha refugiado en la emoción. La reflexión llegará poco a poco, cuando deje de sangrar la herida, haya tiempo y empiecen a desplegarse las consecuencias de las decisiones actuales.

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