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La paz, algo nuevo en Kabul

Las nuevas autoridades se enfrentan al reto de organizar la transición política y la reconstrucción económica del país

Guillermo Altares

En un pequeño pueblo rodeado por las escarpadas montañas de la provincia de Farjar, en el norte de Afganistán, un muyahid caminaba con una columna de soldados hacia el frente. Era a principios de noviembre y nadie podía imaginarse que Kabul iba a caer en unos pocos días. Aquel soldado tenía 34 años y llevaba en la espalda un lanzacohetes, además del habitual Kaláshnikov en la mano. Preguntado sobre el futuro de la guerra y la derrota de los talibanes, dijo: 'No tenemos prisa. Llevo toda la vida luchando'. Pero, por una vez, la historia se ha dado prisa en Afganistán. En menos de un mes, el régimen del mulá Omar se ha desvanecido como si los talibanes no hubiesen existido nunca.

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El próximo sábado tomará posesión un Gobierno, no democrático pero sí legítimo, que intenta recoger la extraordinaria complejidad étnica y política de un país que en 23 años sólo ha conocido la guerra. Las embajadas vuelven a abrir en Kabul y el desfile de ministros occidentales es constante. Todo el mundo habla del dinero que va a llegar, de los visados que se van a poder lograr, de las futuros elecciones y, sobre todo, todo el mundo habla de una paz posible.

No es que Afganistán se haya convertido en Suiza. Sus caminos siguen poblados de bandidos, sus campos llenos de minas. Hay 20 millones en un país de 22 millones de personas. Sigue siendo uno de los países más pobres del mundo, con unas estadísticas que ponen los pelos de punta: uno de cada cuatro niños muere antes de cumplir los cinco años, la esperanza de vida es de 42 años para los hombres y 43 para las mujeres. Hay todavía tres millones de refugiados, muchos de los cuales no pueden volver porque sus casas han sido arrasadas.

Las fiestas, como el final del Ramadán, se siguen celebrando con ráfagas de AK-47 al aire. Pero las cosas están cambiando. William Faulkner dijo del Viejo Sur que allí el pasado ni siquiera había ocurrido todavía, y eso era cierto en Afganistán hasta hace unas semanas. 'Creo que Afganistán se enfrenta a una situación totalmente nueva', asegura el médico italiano Alberto Cairo, que lleva 12 años en el país trabajando para Cruz Roja y que ha creado un centro ortopédico extraordinario. 'Es una gran oportunidad, porque el mundo está realmente comprometido a reconstruir este país. Pero tendrá que darse prisa, porque el invierno se viene encima y los pobres seguirán siendo cada vez más pobres'.

Socoot Sabahuddine, de 28 años, pertenece a una conocida familia de Kabul que se ha enriquecido con el comercio. Su casa, un chalet en el lujoso barrio de Wazir Akbar Jan, es sólida y cuenta con todas las comodidades occidentales. Socoot, aunque pudo irse, prefirió quedarse. 'No queremos más guerra', asegura. 'La Conferencia de Bonn ha sido muy buena y ahora la comunidad internacional tiene que ayudarnos, porque en los últimos 23 años Afganistán no ha tenido un sistema económico. El nuevo Gobierno tiene que convencer a los intelectuales para que vuelvan al país, porque el 99% se han ido. Vivir en Afganistán es muy duro; pero el mundo nos tiene que ayudar'.

La dureza de la vida en Afganistán queda demostrada en su universidad. Lleva ocho meses cerrada y ni los profesores ni los trabajadores han cobrado su salario en todo ese tiempo. Ahora hacen cola en la puerta de sus facultades para recibir jerséis y mantas donados por una ONG. El profesor Hydayatullah Wafa, de 51 años, enseñaba Opinión Pública, Redacción e Historia en la Facultad de Periodismo y lleva casi un año pasando hambre. 'Tuvimos que vender muebles, pedir dinero prestado a familiares y amigos, hacer otro tipo de trabajos. Pero sobre todo comimos menos', dice. Pero cree que las cosas pueden cambiar. 'No es que sea optimista, estoy seguro de que el futuro será mejor. Necesitamos estabilidad y un Gobierno democrático. Sin paz y sin seguridad no podemos sobrevivir, y lo conseguiremos. Otros países, como Polonia, también sufrieron mucho y ahora se han recuperado'.

La Universidad de Kabul está situada en un museo viviente de la barbarie, en el oeste de la capital afgana, que resultó completamente arrasado durante la guerra civil (1992-1996). Hay gente viviendo entre las ruinas en condiciones de una pobreza aterradora. Pero nadie parece darse cuenta de la devastación que le rodea. Amir Mohamed, de 44 años, revisa tranquilamente su camión en medio de este escenario ante la mirada curiosa de un par de soldados que no han cumplido la mayoría de edad pero que no se quitan el Kaláshnikov ni para comprobar la presión de las ruedas.

Acaba de regresar del norte, de Mazar-i-Sharif, y su relato es un testimonio de cómo se toman la vida, la muerte y la violencia los afganos. 'Ahora las carreteras de Afganistán son muy seguras, no hay problemas', señala, antes de pasar a los pequeños detalles. 'Avisamos a la ONU porque durante una parte del trayecto hay muchas minas enterradas en la cuneta y a veces también en el camino, cuando se acaba el asfalto, aunque suelen estar marcadas. Lo descubrimos porque otro camión pisó una mina antitanque y el conductor murió'. ¿Y los bandidos? 'Las carreteras son seguras', insiste, antes de precisar: 'Hace una semana a mi hermano, que también es camionero, le robaron viniendo de Herat. Le quitaron el dinero, la ropa de abrigo y toda la mercancía. Pero no lo mataron, ni le robaron el camión'.

También para Amin Josti, de 45 años, presidente del Mercado del Dinero del Kabul, es normal que no existan bancos en el país y que haya que transportar el dinero de una provincia a otra en vehículos que son asaltados regularmente. 'En nombre de todos los cambistas de Afganistán, apoyo las resoluciones de la Conferencia de Bonn y el envío de tropas internacionales para garantizar nuestra seguridad. Tenemos mercados muy importantes en todo el país y, en breve, cuando empiece la reconstrucción, se creará un banco central y podremos hacer transferencias', dice. Esa reconstrucción costará en una primera fase, según cálculos de Naciones Unidas, 30.000 millones de dólares. En muchos casos, ni siquiera se puede hablar de reconstrucción: gran parte del país vive todavía en los tiempos de la Biblia y, desde el agua corriente hasta la salud o la vivienda, está todo por hacer.

Y superar la guerra no es algo sencillo. Vadim Petunin trabaja como médico en el hospital de emergencia que el Gobierno ruso ha montado en Kabul y en el que tratan a cualquier paciente de forma gratuita. 'Las enfermedades más comunes son el raquitismo, la sarna o las dolencias respiratorias graves, sobre todo en los niños. Muchos adultos padecen enfermedades psicológicas relacionadas con la guerra. Hace una hora vi a un paciente que no podía dormir desde que, hace seis meses, los talibanes mataron a su hijo de 17 años ante sus ojos'.

Policías de tráfico, frente a una comisaría de Kabul. Se trata de los cinco únicos agentes de tráfico de todo el país.
Policías de tráfico, frente a una comisaría de Kabul. Se trata de los cinco únicos agentes de tráfico de todo el país.AP

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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