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Columna
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Desbarajuste institucional

La fotografía de hoy de la situación política vasca se semeja peligrosamente a la que podía sacarse hace exactamente un año, como si nada hubiera ocurrido en estos doce meses. Lo cierto es que han cambiado algunas cosas, pero las actitudes siguen apalancadas en esquemas anteriores, y palabras como 'consenso' y 'diálogo' son balas que se disparan con profusión en los discursos pero que apenas se conjugan en la práctica.

Lo peor es que los desencuentros partidistas están alterando gravemente el funcionamiento de las instituciones. El estado de bloqueo e incomunicación del año pasado era explicable en parte por la resaca de Lizarra. Su prolongación muestra el poder perturbador y disgregador de los espíritus que se liberaron en aquella partida.

Si debe inquietar el tiberio del Parlamento vasco sobre la votación de las enmiendas a los presupuestos del Gobierno es porque recuerda demasiado a los que jalonaron la olvidable legislatura anterior. Y porque arruina la esperanza de que comiencen a tenderse en las instituciones relaciones ahora inexistentes en el plano personal y de partido. La violencia de ETA y la bonanza económica disfrutada hasta ahora han actuado de enmascaradores del escandaloso desbarajuste institucional instalado en la comunidad autónoma. Lo extraordinario se ha convertido en norma. Ya no sólo están en prórroga los presupuestos del Gobierno vasco, de las diputaciones de Vizcaya y Guipúzcoa, del Ayuntamiento de Bilbao, así como un puñado de cargos institucionales; hasta el Concierto Económico va a entrar en esa situación de excepcionalidad consentida.

A lo mejor hay que caer más hondo todavía para encontrar la sensatez perdida. No se puede resolver a base de ingeniería reglamentaria la falta de una mayoría suficiente para gobernar con comodidad, del mismo modo que de nada vale hacer desde la oposición ofertas de colaboración si van acompañadas de condiciones imposibles. En una sociedad irreductiblemente plural como es la vasca, y más allá del factor distorsionante de la violencia, la gobernabilidad difícilmente puede garantizarse con gobiernos definidos desde la cohesión ideológica. Los números no suelen cuadrar.

Desde que sufrió la experiencia traumática de la escisión a mediados de los ochenta, el PNV hizo de la necesidad de pactos transversales virtuosismo. La variedad de alianzas trazadas en las diferentes instituciones llegó a ser mareante (con el PSE, PP, EA, EE, ICV y UA, simultáneamente), pero todas esas fórmulas mestizas aseguraron una gobernación sin excesivos sobresaltos y que fue valorada como integradora por la mayoría de la sociedad en los tres territorios.

Recordarlo ahora quizá sea sólo un ejercicio de nostalgia.

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