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Verbo Sur | NOTICIAS DE AMÉRICA
Columna
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El triunfo del simulacro

BORGES, ese gran hacedor de prólogos, canonizó con uno de ellos a La invención de Morel (1940). Para él, la novela de Bioy Casares tenía una trama perfecta y era uno de los pocos ejemplos de una obra de 'imaginación razonada' en español. No le faltaba razón. Sin embargo, las virtudes que él le encontró no la agotan. La obra se puede leer como una arriesgada especulación sobre la relación entre el mundo real y el de las imágenes. Se podría sugerir incluso que es una de las novelas de la literatura latinoamericana del anterior siglo con mayor vigencia hoy.

Bioy Casares consideraba al texto como un homenaje al cine; homenaje, pero de aquellos que exaltan y cuestionan: en la nueva ecología de medios que el narrador describe, y que no ha hecho más que intensificarse desde la publicación de la novela, el mundo de las imágenes termina por cuestionar y suplantar al mundo real. La fascinación por la tecnología y la seducción de las imágenes devoran al narrador. Seducción y muerte: no otra cosa brindan, sugiere la novela, la tecnología y los medios de masa al individuo, ambivalentes promesas de modernidad para sociedades periféricas.

El narrador de La invención de Morel es un fugitivo de la justicia que ha llegado a una isla aparentemente desierta. Pronto se da cuenta de que en la parte alta de una colina en la isla, en la que se encuentran un museo, una capilla y una piscina, hay gente, veraneantes vestidos de manera anacrónica. En principio, estos seres le parecen al narrador similares a él: se enamora de Faustine, una elegante y lánguida mujer, y sus celos despiertan ante un barbudo que la corteja (y que no es otro que Morel).

La certeza acerca de la realidad de los veraneantes irá siendo minada. Los hechos extraños que ocurren en torno a ellos dan pie a la duda: por un lado, son capaces de hacerse 'bruscamente presentes'; por otro, parecen no oír, ni ver, ni darse cuenta de la presencia del narrador. Además, sus palabras y movimientos se repiten de manera exacta cada ocho días. El narrador acumula pruebas que indican que su relación con ellos es como una entre 'seres en distintos planos'. Sospecha incluso que son de otra naturaleza.

Cuando el narrador inserta en la narración las páginas explicativas de Morel en torno a su invención, queda claro que los veraneantes son 'imágenes fotográficas', o mejor, hologramas tridimensionales. La invención es una máquina que ha grabado ocho días en la vida de los veraneantes y proyecta esa grabación al infinito, en la isla vacía. La tecnología es figurada como un artefacto capaz de dar muerte al individuo, y luego, de resucitarlo artificialmente y eternizarlo en su Archivo de simulacros: por su fantasía sentimental de querer estar eternamente junto a una mujer que lo desdeña, Morel hace que Faustine y sus amigos mueran, y él muere con ellos. Esta proyección no sólo se extiende a los personajes sino al museo, a la piscina y a la capilla: un simulacro de realidad que amenaza las nociones mismas de 'identidad' y 'realidad' del narrador. De la mano de la tecnología, los medios de masa se irán apodgerando del narrador.

La novela relaciona los medios de masa con la idea del Archivo, y a ambos con la muerte y el más allá. Si para Friedrich Kittler los álbumes de fotografías del siglo XIX son un 'reino de los muertos' más preciso que La comedia humana de Balzac, para Virilio el cine es, en el siglo XX, una industria fantasmal 'en busca de nuevos vectores en el Más Allá'. La fotografía y el cine son Archivos cuyo tema central es la supervivencia de los muertos. La invención de Morel enfoca su reflexión en estos Archivos que no sólo contrarrestan ausencias, sino que las retienen. Gracias a la imagen fotográfica, lo que ya no está más persiste de algún modo. El narrador cree avizorar un futuro en que, gracias a aparatos más completos, la vida será prácticamente tan sólo 'un depósito de la muerte'. En otras palabras, la novela sugiere que la vida existirá para que exista el simulacro. No sólo eso: a la larga, no será posible diferenciar lo real de su simulacro: 'Ignoro cuáles son las moscas verdaderas y las artificiales', dice el narrador. La novela da un paso más en su reflexión y, cuando Morel sugiere que el Archivo de imágenes y voces guarda un paralelismo con el destino de los hombres, cuestiona la noción de la realidad: '¿En dónde yacemos, como un disco de músicas inauditas, hasta que Dios nos manda nacer?'. El narrador se hace eco de estas reflexiones, y dice, perdiendo la noción de una identidad dura, cartesiana: 'El hecho de que no podamos comprender nada fuera del tiempo y del espacio, tal vez esté sugiriendo que nuestra vida no sea apreciablemente distinta de la sobrevivencia a obtenerse con este aparato'. El espectáculo del eterno retorno de Faustine y sus amigos, le hace ver al narrador que su vida es 'irreparablemente casual'. Rodeado de simulacros, él también se considera como ellos.

En este paraíso artificial, ¿qué le queda al narrador? Enamorado de un fantasma, de una mujer muerta, no le queda otra cosa, para estar junto a ella, que dejarse devorar por la pantalla y transformarse él mismo en simulacro. Con su seducción y muerte, y con su ingreso a la eternidad del Archivo, la hegemonía de una nueva ecología de medios en la isla es completa. El triunfo de la ilusión del narrador es el fin de cualquier ilusión de escapar al triunfo final de la tecnología.

Edmundo Paz Soldán (Bolivia, 1967) es autor de libros como Sueños digitales (Alfaguara).

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