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Tribuna:
Tribuna
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La reforma imposible

¿Cabe reformar una institución en la que sus miembros, con raras excepciones, están por muy distintas razones satisfechos del estado en que se encuentra? En las universidades de los países pilotos, las de mayor prestigio se distinguen por un profesorado bastante equilibrado a un nivel medio alto, mientras que las de menor rango mantienen este equilibrio, aunque en niveles más bajos. En cambio, nuestras universidades se caracterizan por un profesorado de calidad muy desigual, tanto entre universidades como dentro de cada una, con gente de gran altura, excepcional en todas partes, y profesores competentes, a los que siguen una plétora de mediocres que en muchos casos uno se pregunta cómo han podido acceder al puesto que desempeñan. Y dado que la calidad de la enseñanza y de la investigación nada tiene que ver con el puesto que se ocupe, ni favorece el ascenso, ni proporciona mejores medios para llevar a cabo una obra que se distinga de las demás -en la comunidad universitaria, nadie se acredita y, lo que es más grave, nadie se desacredita por lo que publica-, cada cual se organiza según su conveniencia personal. Unos montan su vida al margen de la institución en una actividad social relevante o en el ejercicio privado de la profesión, y otros, incapaces de competir por libre, integrados en los clanes y redes de poder, respetando fielmente sus leyes no escritas, luchan por posiciones académicas, con plena dedicación a la intriga permanente. Los estudiantes, a su vez, pagan tasas bajas y se les exige aún menos para conseguir el título, que todavía se puede conseguir en base a los desgraciados apuntes sin leer un solo libro. En fin, el personal no docente goza de un puesto seguro sin un trabajo excesivo. Así que el único problema que tendría la universidad española es una financiación insuficiente, única exigencia en la que están de acuerdo todos los sectores. Dejemos a la universidad como está y démosla más dinero para que sin controles externos lo repartan a su antojo -principio sagrado de la autonomía universitaria- y todos contentos.

Es falso que el único camino sea el de las reformas. Hay instituciones, sin ir más lejos la Iglesia es un buen ejemplo, irreformables desde dentro, bien lo comprobó Lutero. Y la universidad, en su origen una institución eclesiástica, pertenece al gremio. La Revolución Francesa cerró las viejas universidades y así Napoleón pudo diseñar instituciones de enseñanza superior completamente nuevas que subsisten hasta hoy. He asistido a la reforma de la universidad berlinesa a comienzos de los setenta. Los profesores ordinarios no podían concebir un modelo mejor que el que les daba todo el poder, reunidos en junta de facultad, siendo señores absolutos en sus respectivas cátedras. El Gobierno que sabía lo que quería -desmontar el poder de los ordinarios- lo llevó a cabo sin perder un minuto en discutir la reforma con unos profesores dispuestos a argumentar hasta el agotamiento en defensa de sus intereses. No salían de su estupor al comprobar que la nueva ley de universidades se aprobaba en el Parlamento sin contar con ellos. Tampoco cabe discutir la reforma con los rectores, ni con los departamentos, si de lo que se trata es de desmontar las redes de poder que los sostienen. La universidad no se cambia desde dentro; sólo, revolucionariamente, desde el Gobierno y el Parlamento, siempre y cuando se sepa qué es lo que se quiere desmontar y qué recambio se propone.

En esta ocasión, el Ministerio sabe más o menos lo que no quiere, la permanencia indefinida de los poderes establecidos que han mostrado su cara más cínica en la endogamia que caracteriza al reclutamiento del profesorado, con todas sus consecuencias perversas, desde eliminar a los mejores a consolidar los clanes. Pero no tiene muy claro cómo instrumentar lo que quiere, una mayor calidad en la enseñanza y en la investigación, potenciando el que al fin se compita, tanto dentro de cada universidad, como entre las universidades.

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Pocos se atreven a cuestionar el objetivo de aumentar la competitividad para mejorar la calidad, interesado, sin embargo, cada cual en conservar la situación actual sin tener que competir, al igual que el empresario elogia sin cesar la libre competencia, pensando únicamente en cómo acceder, o en su caso mantener, una situación lo más cercana al monopolio. El axioma que impregna a la Universidad española es el terrorífico de 'nadie es más que nadie', exigiendo un trato igual para todos los del escalafón. Sin reconocer excelencias ni diferencias, es decir, evitando cualquier forma de competición, se reparte el pastel según los rangos establecidos. Si alguien destaca, habrá sido fuera de la universidad; dentro no se le reconocerá mejor sueldo, ni más medios a su equipo, o mayor influencia en los órganos de gobierno. 'Nadie es más que nadie'.

La debilidad congénita de la nueva ley es que sin plantear un modelo nuevo de universidad -la única empresa revolucionaria que tendría sentido en las actuales circunstancias, ya que la que tenemos es tan inservible como irreformable- se agota en apuntar a algunos focos de poder -claustros y dependencia rectoral, departamentos y endogamia- que han respondido con la contundencia propia de los que se ven amenazados en sus intereses vitales, máxime cuando la ministra, asustada por la reacción que cabía esperar, ha ido dando marcha atrás. Cuanto más saque a relucir su voluntad de diálogo, expandiendo el mensaje plano de que en el fondo todo queda como estaba, mayor será la virulencia de los ataques. Nada conlleva una derrota más segura que amagar y no dar. La ley se aprobará y la universidad continuará su proceso de deterioro, machacada otra vez la ilusión que pusieron un puñado de profesores de lograr alguna mejora.

Y es que de poco sirve una nueva ley de universidades, lo que necesitamos es una universidad nueva. Una en la que al menos hayan desaparecido los dos males que imposibilitan cualquier innovación y competitividad, la fragmentación de los saberes en asignaturas y su concatenación en un plan de estudios. Mientras pervivan asignatura y plan de estudios resultará imposible vincular la investigación a la enseñanza: el profesor universitario vive en la esquizofrenia de tener que explicar todos los años el mismo programa general de divulgación científica y, por otro lado, trabajar como investigador en un campo reducido que no puede encajar en el programa de la asignatura. La enseñanza resulta así una carga, de la que procura librarse con tanta más facilidad, cuanto que el enseñante es intercambiable: no importa que la clase la dé un joven ayudante, un titular o un catedrático. Y ello porque nadie vincula la calidad de la enseñanza a los conocimientos y experiencia del enseñante, ni depende aquella del rango que se tenga.

Si hiciéramos el esfuerzo de imaginar cómo podría ser una universidad que desconociese los conceptos de asignatura y de plan de estudios, habríamos entrado en el meollo de lo que a la altura de los tiempos tendría que ser hoy una universidad. En este nuevo contexto -reconozco que es difícil, si no imposible, de concebir para la mayor parte de los universitarios españoles- quedarían de manifiesto las distintas capacidades de unos y de otros, se notaría las diferencias y cobraría significado el haber trabajado con éste o con aquel profesor, en ésta o en aquella universidad. Hasta cabría invitar a personalidades relevantes de otras universidades españolas y extranjeras a dar seminarios y cursillos, lo que hoy es imposible. ¿Qué se puede hacer en la Universidad actual con una gran personalidad internacional, aparte de invitarle a dar una conferencia? ¿Acaso pedirle que dicte el curso de la asignatura, que da también el ayudante de turno? Y otro tipo de docencia no está previsto en los planes de estudios.

Si la Universidad que tenemos es irreformable y poco probable que se produzca el acto revolucionario de mandar a todos a casa y empezar a construir de nuevo, entonces ¿qué hacer? Si a todo esto añadimos la catástrofe que para la Universidad ha supuesto la multiplicación de este modelo por todas las capitales de provincia, sin profesorado adecuado, bibliotecas ni instalaciones suficientes, la conclusión que parece imponerse es el apaga y vámonos.

Como el pesimismo radical es tan fácil como inútil, no quiero terminar sin mencionar el resquicio por el que vislumbro un rayo de luz. A mi modesto entender, sólo cabe una solución: dejar a la Universidad que tenemos en la función que mal que bien cumple en la enseñanza profesional, basada en la divulgación y aplicación de saberes científicos, y crear nuevas instituciones, llámense como se quiera, encargadas de enseñar a hacer ciencia, que es, justamente, lo propio de la enseñanza superior. En el tipo de enseñanza profesional que define a nuestras universidades, se acoplan bien las facultades vinculadas a una profesión: medicina, derecho, economía, ingenierías. Pero de estas escuelas profesionales superiores habría que sacar a las ciencias y humanidades, sin salida profesional, de las que la sociedad precisa poca gente, pero de mucha calidad. ¿De qué sirven licenciados en historia antigua que ignoran las lenguas clásicas y que en unos cuantos años no han hecho más que recorrer superficialmente una serie de asignaturas introductorias? Lo que se dice para la historia antigua se puede decir para otras muchas ciencias que deben cultivarse en un tercer ciclo en unos pocos centros de excelencia, cantera futura de investigadores y profesores univesitarios. Ello exige concentrar los recursos disponibles en uno o dos centros de excelencia para cada especialidad, distribuidos por toda la geografía española. ¿Dónde, si no en Sevilla, debiera estar un centro dedicado al estudio de la América colonial y de la América Latina contemporánea? Mal que nos pese, tenemos que separar la educación profesional superior, que aplica los saberes científicos disponibles, de aquella que enseña a una minoría altamente competitiva a hacer ciencia. La universidad ya no puede cumplir la triple misión de hacer ciencia, preparar profesionales y transmitir la cultura de nuestro tiempo. Habrá que separar estas funciones en instituciones adecuadas.

Ignacio Sotelo es catedrático de Sociología.

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