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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Naufragio en Oriente Próximo

La oleada de atentados en Israel del fin de semana, al menos 30 muertos y centenares de heridos, las más mortífera de esta segunda Intifada, ha lanzado la situación en Oriente Próximo hacia un nuevo agujero negro. La escalada terrorista palestina, coincidente en buena medida con la gira del nuevo enviado estadounidense en la región, hace girar en el vacío la misión diplomática del general retirado Anthony Zinni. George Bush y el secretario de Estado, Colin Powell, han transmitido a Yasir Arafat una suerte de ultimátum, envuelto en la idea de que la insurrección palestina ha llegado a un punto de autodestrucción que exige su detención inmediata. La respuesta inicial del Ejército hebreo a las matanzas ha sido estrechar el bloqueo en la ya estrangulada Cisjordania.

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Parece claro a estas alturas que la política de ojo por ojo de Ariel Sharon -que adelantó su regreso desde Washington tras entrevistarse con Bush- ha sido incapaz de llevar a los israelíes la prometida seguridad, aferrado como sigue el expeditivo primer ministro a su mantra de una semana sin actos violentos para poder empezar a hablar de algo con sus enemigos. Y resulta igualmente manifiesto que Arafat, que por primera vez ha declarado el estado de emergencia en sus territorios, es incapaz de poner coto a las acciones de los grupos armados más fanáticos. Los ataques suicidas del fin de semana, tanto el del sábado por la noche en el corazón de Jerusalén como la voladura del autobús israelí ayer en la ciudad portuaria de Haifa, han sido reivindicados por Hamás, el más popular de los movimientos islamistas.

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Que Hamás se vaya haciendo un hueco cada vez mayor entre los palestinos, que consideran a la organización radical eficaz defensora de sus pueblos o sus campos de refugiados, es uno de los más graves problemas de Arafat. Sus objetivos, además, van coincidiendo por momentos con los de otros influyentes grupos dinamiteros, como Yihad Islámica. El líder palestino ordenó ayer la captura de los implicados en los atentados contra Israel, pero cada vez tiene más difícil poner orden en un conglomerado con apoyo popular -la mayoría de los palestinos cree que el asesinato de civiles es una respuesta legítima al de los suyos por el Ejército israelí- y que se le va de las manos. Incluso los miembros de Al Fatah, su propia organización, cooperan cada vez más estrechamente con los movimientos extremistas.

Desde septiembre del año pasado, cuando comenzó la nueva Intifada ante un estado de cosas desesperado, han muerto violentamente un millar de personas, palestinos la gran mayoría. Bush conmina a Arafat, pero el presidente palestino está maniatado. Los suyos han llegado presumiblemente a un punto crucial de exasperación, cercados por un ejército todopoderoso, bloqueados económicamente, sometidos a toque de queda, humillados a diario en controles e inspecciones dentro de sus propias ciudades. En estas circunstancias, un intento serio de Arafat -cuya venal Administración está cada día más desacreditada- por encarcelar a los más radicales acarrearía casi indefectiblemente su propia caída. Y la pasividad, como alternativa, le pone literalmente a merced de la política sin escrúpulos de asesinatos selectivos del primer ministro israelí, que más de una vez ha sugerido la conveniencia de eliminarle físicamente.

Mientras en Afganistán se van cumpliendo aceleradamente los objetivos militares previstos, y avanza la discusión de los políticos, el gangrenado contencioso de Oriente Próximo cobra por momentos mayor relieve y confronta a los poderes occidentales con una situación que amenaza directamente los cimientos del orden internacional. En la negrura en la que se abisma la lucha entre palestinos e israelíes, parece claro que ninguno de los dos actores principales, Sharon y Arafat, está a la altura de las circunstancias. Pero la situación, que suscita emociones incontrolables en zonas críticas del planeta, no puede esperar a una nueva generación de políticos, quizá más capaces de entenderse sobre bases realistas.

Arafat, en las circunstancias actuales, sólo puede hacer efectivo un alto el fuego con la complicidad de los grupos extremistas palestinos. Eso exigiría concesiones inmediatas israelíes, aflojando el dogal militar y económico sobre los territorios ocupados y apostando por negociar una tregua efectiva que permita encarar una negociación. Hoy, sólo Estados Unidos está en condiciones de ejercer presión suficiente sobre Sharon para sacar al tobogán de los carriles del desastre. Washington debe entender que sin un enfriamiento inmediato de la guerra palestino-israelí, el discurso político que sustenta la acción de los aliados occidentales tras los acontecimientos del 11 de septiembre es papel mojado.

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