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GUERRA CONTRA EL TERRORISMO
Columna
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Estados supuestos

Andrés Ortega

Casi todas las intervenciones occidentales, humanitarias o no, de la posguerra fría han acabado en la necesidad de asistir a los territorios en los que se ha intervenido. Bosnia, Kosovo, Macedonia, Timor Oriental, y ahora Afganistán son fenómenos que se pueden multiplicar en los próximos años, para los que la comunidad internacional no está bien preparada. Pero ésta debe dotarse de los recursos institucionales, financieros y humanos para hacer frente a esta demanda. Es en los llamados Estados fallidos donde encuentran cobijo algunos terrorismos o tráficos ilegales de todo tipo, pasto para señores de la guerra.

De no tomarse las medidas adecuadas, se ampliará esa 'anarquía que viene', que anunciara ya en 1994 Robert Kaplan, tras observar sobre el terreno en África que una cosa son las fronteras oficiales dibujadas en los mapas, y otra que tras ellas haya algo que se parezca a un Estado. No es una vuelta atrás, sino que pensar que hubo un adelante es un espejismo. En Afganistán, cuentan más los mapas que reflejan la distribución de las etnias que los políticos. Siguiendo básicamente estas líneas, y según les dejen EE UU y los propios afganos, se irán desplegando las fuerzas internacionales, lo que puede forzar la pacificación, aunque también confirmar fragmentación. A veces, como recuerda Michael Ignatieff, imponer la democracia en territorios de este tipo puede provocar, una desintegración, un estallido étnico o cultural. Por eso parece que tantas guerras se libran en el seno de las sociedades y no entre Estados. La prioridad debe ser construir Estados, -pues la gobernabilidad de la globalización requiere Estados fuertes-, y asegurar libertades y respeto a los derechos humanos. Las tribus nunca se han ido del todo; reaparecen incluso en las urbes con nuevas características. Ya se ha dicho: el mundo se ha hecho uno, pero en él conviven siglos diferentes, a menudo con la máxima proximidad geográfica.

Paradójicamente, esta situación se da cuando más éxito ha tenido la principal exportación europea: la del Estado -ni siquiera nación- como forma política. Hoy, sólo la Antártida escapa a la estatalidad formal. Cuando se creó en 1945, la Organización de Naciones Unidas contaba con 51 Estados (algunos como Bielorrusia con escaño separado pero perteneciente a la URSS). A finales de 2000, 189 Estados miembros (y el mundo con algunos más, dado que, por ejemplo, Suiza no es miembro de la ONU). Pensar que se puede aplicar nuestro concepto de Estado ni siquiera a una mayoría de ellos es erróneo. Pues en muchos casos, las instituciones del Estado no cubren el territorio que se le supone tiene asignado, ya sea en Colombia, en Sierra Leona, en Congo, en Albania, Indonesia o Filipinas. El derrumbe o fracaso de estos Estados, como hemos visto tantos casos en los últimos tiempos, es un factor central de inestabilidad.

El de los Estados fallidos empieza a ser un tema de atención primordial académica y política. Se está convirtiendo en uno de los problemas centrales de la agenda global, aunque George W. Bush llegara a la Presidencia del Estado más poderoso de la Tierra abjurando de las ideas de Clinton sobre el nation-building, la construcción de Estados. Ahora se ve obligado a ello. Es caro. Pero más caro, en términos humanos y económicos, que construir Bosnia o Kosovo, o ahora Afganistán, han sido las guerras, o los efectos del 11-S. Muchos Estados de este mundo van a precisar de muletas para seguir andando. ¿Disponemos de tantas?

Otra escuela piensa que lo primordial no es construir Estados, sino imperios, o nuevas formas imperiales que permitan convivir a etnias o religiones diferentes, al observar que muchos problemas derivan del colapso de algunos imperios: el Otomano en los Balcanes y Oriente Próximo; el soviético en la periferia de Rusia. Y algunos apelan a que ese nuevo imperio sea ese sheriff reticente que es EE UU. Pero estos últimos años la llamada Pax Americana no ha funcionado. Hay inventar una nueva forma de gobernar el mundo.

aortega@elpais.es

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