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Reportaje:GUERRA CONTRA EL TERRORISMO

El contraataque de la Casa de Saud

Bush pide disculpas al principe Abdalá por las críticas de la prensa de EE UU a la corrupción y la duplicidad de Riad

Como su petróleo se lo permite, la Casa de Saud ha llevado al extremo la susceptibilidad árabe. Indignados por los artículos en su contra publicados en la prensa occidental, la familia real saudí ha iniciado una contraofensiva y ha conseguido que George W. Bush le presente excusas. Estados Unidos no romperá con Arabia Saudí, aunque sea la cuna de Osama Bin Laden y de 15 de los 19 terroristas suicidas del 11 de septiembre y financie con sus petrodólares madrazas y mezquitas en todo el planeta que difunden una versión integrista del islam.

Como la mejor defensa es un ataque, la Casa de Saud se ha puesto en sintonía con el sentimiento mayoritario de los pueblos musulmanes y denuncia con vigor las tropelías que comete Ariel Sharon en la represión de la segunda Intifada palestina. Esta semana, a través de Saud al Faisal, su ministro de Exteriores, los gobernantes de Riad han expresado su 'enfado' y 'frustración' por la falta de una enérgica iniciativa de paz estadounidense en Oriente Próximo y por la negativa de Bush a verse con Yasir Arafat en Naciones Unidas, el pasado fin de semana.

Arabia Saudí es clave para mantener los bajos precios del combustible

Antes, el príncipe heredero, Abdalá Ben Abdelaziz, había hecho algo insólito: comparecer en la televisión saudí. Abdalá, que desde la crisis cardiaca sufrida en 1995 por el rey Fahd es el hombre fuerte en Riad, informó a sus compatriotas de que Bush le había telefoneado para pedirle disculpas por los artículos y editoriales críticos con Arabia Saudí publicados en la prensa estadounidense. The New York Times había denunciado 'la pertinente corrupción de la familia real saudí, su desprecio por la democracia y sus violaciones de los derechos humanos'; The Washington Post calificó su régimen de 'corrupto y autoritario', y Los Angeles Times había aludido al 'estilo de vida licencioso que lleva entre bambalinas'.

Más explosivo aún había sido un artículo de Seymour Hersh en The New Yorker, que sugería que Riad es cómplice de la yihad de Bin Laden con tal de que no la practique en Arabia Saudí. La Casa Blanca salió oficialmente al paso y aseguró que los saudíes están cooperando 'plenamente' con el FBI y la CIA para desentrañar la trama terrorista del 11 de septiembre. Esta cooperación, precisó, se efectúa con discreción, para no colocar en una posición difícil a la Casa de Saud ante los encendidos ánimos de millones de musulmanes.

Las críticas de los medios estadounidenses, según los saudíes, se deben al hecho de que, bajo el liderazgo del príncipe Abdalá, Riad ha ido subiendo el tono de su denuncia de Sharon e incrementando su compromiso con la causa palestina. 'El terrorismo sionista', escribió el diario saudí Al Watan, 'tiene bajo su control a los medios estadounidenses'.

Componen la Casa de Saud unos 5.000 príncipes, que tienen invertidos unos 600.000 millones de dólares en el extranjero. Su jefe es el rey Fahd, pero quien tiene las riendas es Abdalá, su hermanastro y heredero. Fahd y su rama familiar -llamados los sudairis por el nombre de su madre- siempre han sabido combinar el apoyo en su país y en el resto del mundo musulmán al wahabismo, una versión medieval del islam, con una política económica e internacional favorable a EE UU. Esta rama incluye al ministro de Defensa, el príncipe Sultán, y su mundano hijo Bandar, embajador en Washington desde hace 20 años.

En cambio, Abdalá, que dirigía la Guardia Nacional saudí, es menos proocidental y más propalestino. Se le presenta también como un hombre austero en su vida privada y muy preocupado por la corrupción de la Casa de Saud. El pasado verano, antes de los atentados, Abdalá escribió una carta a Bush en la que afirmaba que 'la posición estadounidense favorable a Israel es inaceptable para Arabia Saudí y los países árabes y musulmanes'. 'En adelante', añadió, 'ustedes seguirán su camino y nosotros el nuestro'. Bush le respondió prometiendo que en su discurso ante la Asamblea General de Naciones Unidas se declararía partidario de un Estado palestino, lo que hizo el pasado fin de semana.

El oro negro es la razón de la estrecha alianza entre Washington y Riad, que se inició en una entrevista entre Franklin D. Roosevelt y el fundador de la dinastía, Abdulaziz Ibn Saud, celebrada en 1945, pocos años después de que empresas estadounidenses descubrieran petróleo en el país natal del profeta Mahoma y solar de las sagradas ciudades musulmanas de La Meca y Medina. Hasta ahora, esa alianza sólo había presentado una seria grieta en 1973, cuando el rey Faisal, en represalia por el apoyo estadounidense a Israel, se sumó al embargo petrolero que provocó una inmediata crisis económica en Occidente.

Con un cuarto de las reservas mundiales de crudo en explotación, Arabia Saudí es clave para mantener los bajos precios del combustible del que dependen las economías de EE UU, Japón y la Unión Europea. Como ocurrió en 1973 y en la guerra del Golfo, numerosos analistas se pronuncian ahora por reducir una dependencia tan estrecha de un aliado tan impresentable. Sugieren tanto explotar a fondo los recursos petroleros de Rusia, el mar Caspio, África Occidental y Alaska como desarrollar nuevas fuentes de energía.

Entretanto, Washington sigue necesitando a Riad, su compadre en la lucha de los muyahidin contra la invasión soviética de Afganistán en los años ochenta. En los momentos difíciles siempre ha respondido. Sacando el talonario si es preciso y haciendo compras espectaculares de los productos de los pesos pesados de la industria norteamericana como Boeing. Pero el mes pasado, Rudolph Giuliani, el alcalde de Nueva York, rompió la tradición al devolver un cheque de 10 millones de dólares del príncipe Al Walid Bin Talal, destinado a las víctimas del 11 de septiembre. Giuliani no aceptó que el jeque saudí pidiera en paralelo un cambio en la política estadounidense respecto a los palestinos.

Bin Laden es el origen de estos líos. El hombre más buscado del planeta comenzó su rebelión contra la Casa de Saud y Washington después de que tropas norteamericanas se instalaran en la tierra de Mahoma a raíz de la guerra del Golfo contra Irak. Ahora hay unos 5.000 soldados norteamericanos en Arabia Saudí. Y de los 6 millones de extranjeros que allí trabajan, 30.000 son estadounidenses.

Los saudíes acusan, con razón, a EE UU de aplicar un doble rasero en Oriente Próximo, pero ellos también son maestros en el arte de la ambigüedad. Desde Islamabad a Madrid, pasando por Bosnia, donde los petrodólares saudíes han permitido la restauración o construcción de 500 mezquitas, financian el ascenso de una lectura integrista del islam en sintonía con su wahabismo.

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