Un trayecto de ida y vuelta
Mucho se ha hablado de responsabilidades políticas a propósito del caso Gescartera. Y, sin embargo, no parece que este debate se haya producido en el mismo país donde sólo hace unos años cuajó una doctrina muy precisa sobre la responsabilidad política cuya aplicación mandó al retiro o al ostracismo a unos cuantos políticos de raza. ¿Ha dejado de ser válida esa doctrina y los precedentes de su aplicación? ¿O es que la circunstancia, irrelevante desde un punto de vista normativo, de que son otros los sujetos afectados por dichos criterios ha producido su derogación práctica? ¿No ha habido bastante temperatura mediática ni suficiente acierto investigador de la oposición como para que prevalezca la versión según la cual este escándalo ha sido simplemente un pretexto para la 'cacería personal' del vicepresidente del Gobierno?
Más por necesidad que por virtud, en la primera mitad de los noventa la oposición y el Gobierno de entonces, con el concurso activo de opinadores y estudiosos políticos, importaron un concepto de la responsabilidad política al uso en otras democracias consolidadas. Sin duda, el auge de este género de responsabilidad tiene que ver con el aumento de la personalización de la política, el protagonismo de los medios en la percepción ciudadana de lo público y el refinamiento de los controles políticos. Dicha concepción de la responsabilidad se compone, como explica Ernesto Garzón Valdés, de un 'enunciado de responsabilidad condenatorio' que establece una relación causal entre la acción u omisión de un agente político y un estado de cosas resultante que, con arreglo a una teoría normativa, se evalúa como fracaso objetivo de una gestión pública encomendada. La relación causal determinante de la imputación de responsabilidad política incluye también una suerte de responsabilidad vicaria en los casos de nombramientos desacertados, ignorancia culposa y pasividad ante indicios de conductas reprobables que se producen en el ámbito de la competencia del sujeto político en cuestión. En particular, esta doctrina, anglosajona por inspiración y española por adopción, ha consolidado en su desarrollo las siguientes aplicaciones normativas: primero, la responsabilidad política corresponde a los ministros y no a sus subordinados; segundo, por definición, la imputación de responsabilidad conlleva como castigo la pérdida del cargo vinculado a los hechos que generan la responsabilidad, bien dimitiendo la persona que ejerce el cargo, bien siendo cesado por la autoridad que lo designó, y tercero, el reconocimiento, sanción y extinción de la responsabilidad política se producen en un mismo acto. A fin de cuentas, y como decía Joaquín García Morillo, la responsabilidad política es un producto de la civilización política frente a la 'militarización' de la política que busca la destrucción del adversario lanzándolo a los jueces.
Agotada la investigación parlamentaria del caso Gescartera y a la vista de su rendimiento y conclusiones, a cualquiera no dispuesto a comulgar con ruedas de molino ni a conformarse con imprecaciones tópicas le asaltan serios temores sobre el futuro de las responsabilidades políticas en nuestra democracia. Lo pertinente, en primer lugar, hubiera sido no dar por supuesta la doctrina de las responsabilidades políticas, sino haber refrendado en términos precisos la vigencia y alcance normativo del concepto de responsabilidad política consolidado unos años antes. En segundo lugar, había que haber analizado minuciosamente los precedentes de su aplicación en nuestra vida política, en torno a una decena de casos, determinando cuál de entre los mismos presenta mayores similitudes con el caso actual y aquilatando si a la luz de los hechos probados corresponde adoptar las mismas iniciativas que entonces. Pero nada de esto se ha hecho. Y es que para el partido del Gobierno los precedentes, aun al precio de envilecer la competición política, sólo valen para arrojar basura contra la oposición; mientras que ésta frente al pasado continúa sintiendo vértigo y no esa curiosidad moral que transforma un latente sentimiento de culpa en información, sentido de la responsabilidad y firmeza para que los errores anteriores nunca vuelvan a repetirse.
Por último, y atendiendo a las conclusiones de la comisión de investigación, ¿puede sostenerse de modo creíble ante una información tan contundente que no se ha producido un fracaso objetivo de la gestión de las agencias públicas de supervisión, inspección y control afectadas? Claro que reconocerlo supondría, según la doctrina de las responsabilidades políticas, el cese o la dimisión de los ministros implicados. Ante ese aprieto, el PP ha optado por negar la evidencia y renegar de aquella doctrina que compulsivamente defendía cuando era oposición. El resultado no ofrece dudas: se rebaja a precio de saldo el coste de la transgresión; las buenas razones de antaño devienen apelaciones retóricas o simple ostentación de la mentira, y, por descontado, suma y sigue el descrédito de la política. Al final, la fortuna de las responsabilidades políticas se asemeja en nuestra reciente democracia a un trayecto, ayer de ida al mundo real de la práctica política, hoy de vuelta al mundo de la quimera y la especulación.
Ramón Vargas-Machuca Ortega es catedrático de Filosofía Política en la Universidad de Cádiz.
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