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Columna
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El poder dictatorial de Bush

Mal aconsejado por un fiscal general frustrado y paralizado por el pánico, un presidente de Estados Unidos acaba de asumir algo que equivale al poder dictatorial de encarcelar o ejecutar extranjeros. Intimidados por los terroristas e inflamados por una pasión por la justicia pura y dura, estamos permitiendo a George W. Bush sustituir el sistema de derecho de Estados Unidos por improvisados tribunales militares.

En su infame resolución de urgencia, Bush admite desestimar 'los principios del derecho y las reglas de la evidencia' que sostienen el sistema de justicia estadounidense. Se atribuye el poder para saltarse los juzgados y establecer sus propios tribunales sumarísimos: grupos de funcionarios que se sentarán a juzgar a no ciudadanos sobre los que el presidente sólo tiene que alegar 'tener motivos para creer' que son miembros de organizaciones terroristas.

Su tribunal puede ocultar pruebas sólo con alegar motivos de seguridad nacional
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No contento con su decisión anterior de permitir a la policía escuchar indiscretamente las conversaciones de un sospechoso con un abogado, ahora Bush priva al extranjero incluso de los derechos limitados que se conceden en un consejo de guerra.

Su tribunal desautorizado puede ocultar pruebas sólo con alegar motivos de seguridad nacional, inventarse sus propias reglas, declarar culpable al acusado incluso aunque un tercio de los funcionarios discrepe, y ejecutar al extranjero sin posibilidad de revisión por un tribunal civil.

Ahora ya no hay una rama judicial y un jurado independiente que se interponga entre el gobierno y el acusado. En lugar de estos controles y equilibrios importantísimos para nuestro sistema legal, los no ciudadanos tienen que hacer frente a un ejecutivo que ahora es instructor, acusador, juez, jurado, carcelero y ejecutor. En un giro propio de Orwell, las resoluciones de Bush denominan este horror de estilo soviético 'juicio justo y completo'.

¿De qué carne legal se alimenta nuestro César? Uno de los precedentes que cita la Casa Blanca es un tribunal militar tras el asesinato de Lincoln. (Durante la Guerra Civil, Lincoln suspendió el derecho de habeas corpus que protege al detenido; ¿es que a continuación nuestra guerra con el terror va a exigir el encarcelamiento ilegal?) Otro es el ahorcamiento dictado por un tribunal militar, y autorizado por el Tribunal Supremo, de unos saboteadores alemanes que llegaron en submarino durante la II Guerra Mundial.

Los que han propuesto el tribunal desautorizado de Bush alegan lo siguiente: ¿es que los que os mostráis blandos con el terror, los que defendéis el proceso legal no os habéis enterado de que estamos en guerra? ¿Es que acaso os habéis olvidado de nuestros 5.000 civiles muertos? Si tenemos que pisotear a alguien, ya nos disculparemos después ante los defensores de los derechos civiles.

Estos son los argumentos de los que se las dan de duros. En un momento en el que incluso los liberales debaten sobre si es ético torturar a los sospechosos, ponderando la aversión a la barbarie frente a la necesidad de salvar vidas inocentes. Naturalmente, para hacer frente a una emergencia terrorista es necesario limitar algunas normas y aprobar nuevas leyes. Una red barredera étnica que caza a quienes se saltan el trámite del visado o que interroga a los estudiantes extranjeros, si es a corto plazo, raya en lo tolerable. La nueva ley del Congreso permite las escuchas al azar autorizadas.

Pero centrémonos en el objetivo que pretende alcanzar esta agresiva orden. Ésta es la gran preocupación actual de Washington: ¿Qué hacemos si Osama Bin Laden se entrega? Se teme que un juicio en condiciones, como el que Israel concedió a Adolf Eichmann, otorgue al terrorista una plataforma de propaganda mundial. La solución no es corromper nuestra tradición judicial y convertir a Bin Laden en el protagonista de la nueva Cámara de Estrellas. La solución consiste en convertir su cueva en su cripta. Cuando los talibanes huidos revelen su paradero, nuestros bombarderos deberían despedirle de inmediato con bombas de fragmentación de personal de 7.500 kilos y proyectiles de 2.500 kilos capaces de perforar la roca.

¿Pero qué pasaría si hace pública su intención de rendirse y avanza hacia nosotros blandiendo una bandera blanca? No tenemos costumbre de disparar a los prisioneros. Lo que debería establecer ahora el presidente Bush es más bien una política de rendición universal: o todos los miembros de Al Qaeda, o ninguno. Es inaceptable una rendición selectiva de un líder o de una docena de ellos, ya que quedarían células en Afganistán y en otros países libres para seguir luchando.

En el caso, mucho más probable, de que el terrorista opte por lo que él considera un martirio, esa elección del suicidio sería suya, y los estadounidenses no tendrían ninguna necesidad de tribunales desautorizados que traicionen nuestros principios de la justicia.

© 2001, New York Times News Service

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