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Pinochet, de nuevo ante la Corte Suprema

Esta semana está previsto que la Corte Suprema de Justicia de Chile se pronuncie sobre los dos recursos presentados contra la decisión de la Corte de Apelaciones de Santiago, en la que, por dos votos contra uno, se decidió que el ex dictador chileno no podía ser juzgado por padecer supuestamente un cierto grado de demencia. La cual fue calificada de leve por los forenses, pero posteriormente elevada a leve-moderada como consecuencia de las fuertes presiones ejercidas por las fuerzas harto poderosas defensoras de su impunidad.

Tras las positivas decisiones judiciales que significaron, meses antes, la privación de la inmunidad parlamentaria del ex dictador y su procesamiento en su propio país, llegaron las nuevas presiones y vicisitudes diversas que condujeron a la interrupción de su proceso. Ahora, recién finalizadas las celebraciones de la Caravana de la Vida (conmemorativas de los crímenes de la llamada Caravana de la Muerte, perpetrados en aquel trágico octubre de 1973), el ex dictador ve su caso nuevamente llevado ante la justicia, como consecuencia de dos diferentes recursos presentados por los representantes de las víctimas. El primero corresponde a una reclamación de nulidad basada en la interpretación de las pruebas médicas, y el segundo a un vicio formal de procedimiento, que también significaría la nulidad de la última decisión judicial.

Más allá del peso y efectividad de estos recursos -que esperamos prevalezcan-, vamos al aspecto central de la cuestión. Y el aspecto central no es otro que éste: ¿qué significa hoy -para Chile y para el mundo- un juicio con una sentencia condenatoria del general Pinochet, y qué significaría una liquidación del caso sin juicio ni sentencia alguna?

Para ello, nada mejor que recordar aquello que los defensores de Pinochet se empeñan en silenciar y que quisieran cubrir definitivamente con el manto de la ocultación y del olvido culpable. Recordemos, en efecto, que no estamos hablando simplemente de alguien que llegó al poder de forma ilegítima, sino de alguien que mantuvo vigente durante 16 años y medio un sistema basado en la tortura y el asesinato de sus adversarios políticos, incluso no violentos. La Comisión de Verdad y Reconciliación (Comisión Rettig), órgano oficial constituido por el primer gobierno democrático chileno tras la dictadura para determinar el alcance de lo realmente ocurrido en cuanto a violaciones de derechos humanos, constató el uso sistemático de métodos como los siguientes: la parrilla (catre metálico, concebido para aplicar descargas eléctricas a los cuerpos desnudos de las víctimas, atadas sobre él); el submarino (inmersión de la cabeza de la víctima en agua sucia hasta el borde de la asfixia); la paliza metódica y brutal concentrada sobre ciertos miembros, hasta producir graves fracturas y a veces la muerte; el colgamiento de las víctimas por sus extremidades, prolongado por largos periodos, terrible forma de tortura que produce sufrimientos indescriptibles sin esfuerzo alguno para el torturador; traumatismos producidos por cortes profundos por arma blanca, o por disparos en los miembros, o por graves fracturas utilizando vehículos que pasaban sobre las extremidades de las víctimas; quemaduras con líquidos a altas temperaturas; violación o vejación sexual de éstas, practicada sistemáticamente en algunos centros y esporádicamente en otros; empleo de animales amaestrados para ciertas formas de ataque a las víctimas; torturas y vejaciones aplicadas a seres queridos de las personas interrogadas, en presencia de éstas, como medio coactivo para forzarles a proporcionar información. Datos, todos ellos, no precisamente procedentes de un panfleto revolucionario, sino del ya citado informe institucional.

¿Debemos, los hombres y mujeres civilizados de comienzos del siglo XXI, seamos chilenos o no, permitir que se corra un tupido velo sobre estos horrores tan recientes, arrinconando definitivamente los crímenes de Pinochet, es decir, impidiendo que su máximo responsable se someta a los correspondientes juicios no sólo por el caso Caravana, sino por los otros cientos de casos denunciados, juicios donde estos delitos se analicen, testifiquen y valoren, ante una acusación y una defensa con plenas garantías procesales, para llegar a una sentencia o sentencias justas y pormenorizadas que castiguen lo probado y rechacen lo no probado? ¿Podemos permitirnos que jamás se celebren tales juicios, que jamás declaren ante un tribunal chileno los testigos, que jamás testifiquen las víctimas supervivientes, que jamás se redacte una sentencia sobre tales horrores contra el hombre que los implantó y se benefició de ellos para mantener su tiranía, sólo porque tiene hoy la debilidad mental propia de una persona normal de 85 años? Personas aún más ancianas -Papon y otros- han comparecido en estos últimos años ante sus jueces en Europa, para dar cuenta de unos crímenes mucho más lejanos (cometidos en los años 40), y su muy avanzada edad actual no ha impedido que fueran condenados por los actos que perpetraron en sus años de plenitud vital y mental.

Recordemos, por último, que una sentencia judicial, y más para este género de delitos, reviste un significado mucho mayor que el logro -ya valioso de por sí- del castigo para el responsable en la medida de su responsabilidad individual. Estos casos, y sus correspondientes sentencias, tienen otra función moral y social de mucha mayor magnitud: la de dejar constancia ante el mundo de que este tipo de crímenes son intolerables en el ámbito nacional e internacional; que ninguna sociedad puede permitírselos, y que el mundo entero, el conjunto de la sociedad humana, tiene mucho que decir sobre su carácter inhumano y sobre la necesidad de que nunca jamás se puedan repetir.

Más de 250 denuncias han sido formuladas contra Pinochet ante la justicia de su país. El definitivo sobreseimiento del caso Caravana de la muerte significaría la imposibilidad de juzgarle por éste y por todos los demás casos acumulados contra él. Pues bien, la omisión de todo juicio y de toda condena por los delitos imputados a Pinochet nos dejaría, una vez más, y como tantas otras, privados -por una parte- de ese pronunciamiento de la justicia universal que todavía no es posible, por carecer aún de un Tribunal Penal Internacional, y por la decisión política del Gobierno británico de impedir en su día la extradición que era solicitada por cuatro países europeos y que fue judicialmente otorgada a España. Y -por otra parte- nos dejaría igualmente carentes del pronunciamiento de la justicia territorial, en este caso chilena, que, también una vez más, demostraría su incapacidad de resistir las presiones estamentales que por tanto tiempo y en tantos lugares consiguieron -y con frecuencia consiguen aún- que prevalezca la inmensa inercia de la impunidad.

Por nuestros principios humanitarios seguimos sin pedir la cárcel para un anciano como Pinochet. Pero seguimos exigiendo para él la sentencia justa y merecida, por unos delitos que fueron calificados por el fiscal británico como 'los más terribles crímenes jamás vistos ante un tribunal inglés', a pesar de que aquel juicio sólo se refería a unos casos de tortura correspondientes a los últimos 15 meses de dictadura del general. ¿Qué hubiera dicho de los horrores, asesinatos y torturas de las primeras semanas? Esperemos, pues, que tras el nuevo y muy próximo pronunciamiento de la justicia chilena el caso Pinochet permanezca abierto, y que el mundo -parafraseando lo que se dijo sobre Argentina tras la condena de las Juntas- pueda llegar a ver esa sentencia condenatoria que 'vuelva a colocar a Chile entre las naciones civilizadas de la tierra'.

Prueba de ello, entre otros datos, es lo ocurrido días atrás, cuando los funcionarios judiciales enviados por el juez Juan Guzmán se personaron en el lujoso domicilio del general, dispuestos a cumplir su orden de tomarle las fotografías y huellas dactilares, preceptivas para el fichaje reglamentario de todo procesado. No fue posible. Los funcionarios no lograron franquear la puerta de la verja exterior. Se les dijo que el general necesitaba reposo absoluto, y que no podía recibir aquella clase de visitas. Y quien les transmitió esta prohibición de acceso no fue un familiar del procesado. Tampoco fue un miembro del servicio. Fue precisamente un oficial del Ejército el encargado de transmitir tal respuesta, impidiendo la reglamentaria y supuestamente rutinaria gestión judicial. Una vez más, después de sucesivos intentos frustrados, y esta vez quizá de forma definitiva, el general no pudo ser fichado.

Prudencio García es investigador y consultor internacional del INACS.

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