Desmontando la Agencia
La Agencia Tributaria, la institución que en el sistema democrático español debe velar por la equidad fiscal y la persecución del fraude, atraviesa momentos de gran confusión. Durante la primera legislatura del PP, el Gobierno minó su credibilidad con el desgraciado asunto de la amnistía fiscal de los 200.000 millones, que los acusadores, con José María Aznar y Rodrigo Rato a la cabeza, fueron incapaces de demostrar y que provocó la indignación de los inspectores y subinspectores fiscales, a quienes se trató gratuitamente de cómplices en la comisión de un delito. En la segunda legislatura, los responsables políticos de la Agencia amenazan con dar la puntilla a la institución. La funambulesca gestión de los servicios de inspección en el caso Gescartera, con expedientes a la sociedad de valores abiertos y cerrados misteriosamente, es un motivo poderoso para que los contribuyentes duden de la imparcialidad del actual equipo de gestión de la Agencia. El ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, se ha sumado ahora a la ceremonia de la confusión con una serie de disposiciones, introducidas en la Ley de Acompañamiento del Presupuesto, que limitan la autonomía económica de la Agencia y, por consiguiente, merman su independencia, ya muy cuestionada por los casos mencionados.
No son medidas inocentes. Desde 1996, los Gobiernos del PP han seguido el principio de rebajar la autonomía de los organismos reguladores. La Comisión Eléctrica fue convertida en un órgano consultivo, sin voz ni iniciativa propia, después de su atropellada transformación en Comisión Nacional de la Energía; la Comisión Nacional de Telecomunicaciones está enterrada en el anonimato y actúa como una dependencia más del Ministerio de Ciencia y Tecnología, y la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV) ha sufrido un proceso de envilecimiento que ha culminado en el caso Gescartera con la bochornosa dimisión de su presidenta, Pilar Valiente. Ahora le toca el turno a la Agencia Tributaria de tragar la misma medicina de pérdida de autonomía y de convertirse en una ventanilla más de Hacienda, a las órdenes directas del ministro de turno. Si se atiende a los hechos, que no a las declaraciones de principios, el equipo económico del PP no parece dispuesto a tolerar decisiones que no controle directamente ni dictámenes u opiniones contrarios a la versión oficial.
La política de nombramientos en el área de Hacienda explica en parte la pérdida de credibilidad de la Agencia Tributaria y el creciente malestar de los funcionarios que se ocupan de la vigilancia fiscal. Los ministros Rato y Montoro se han empeñado en nombrar a ex asesores fiscales -como Enrique Giménez-Reyna o su sucesor en la Secretaría de Estado, Estanislao Rodríguez Ponga-, expertos en sortear las normas tributarias, para dirigir a los inspectores y subinspectores que tienen que combatir el fraude. ¿Pueden respetar los funcionarios públicos a jefes con los que anteriormente se enfrentaron durante la elaboración de las actas de inspección a entidades financieras o grandes empresas, mejor dotadas y con mayores medios que la propia Hacienda pública? ¿Puede cambiar de registro un profesional que ha sido durante años asesor fiscal para convertirse en riguroso perseguidor del dinero oculto y de la ingeniería tributaria?
El sentido común y una mínima disposición a defender a los funcionarios públicos aconseja responder no a ambas cuestiones. No cabe criterio de designación más criticable que el que se ha seguido en Hacienda desde 1996, paralelo, por cierto, a los desdichados nombramientos en la CNMV. Los devastadores efectos de unos y otros se han podido comprobar en el fraude de Gescartera.
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