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Columna
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Impunidad

Enrique Gil Calvo

Corren malos tiempos tras el inicio del milenio, pues su primer año no podría ser más nefasto de lo que está resultando. Las bolsas ya se venían hundiendo hacía un tiempo, desinflando la burbuja de la nueva economía. Pero desde el masivo atentado de Manhattan que destruyó la creencia en la invulnerabilidad de los estadounidenses, también se ha deshinchado el espejismo tecnológico, desacreditando el mito del progreso material indefinido. Y el remedio improvisado como reacción ha sido mucho peor que la enfermedad que se quería combatir, pues el bombardeo del desierto sólo está sirviendo para desalentar todavía más a los europeos y rearmar moralmente al radicalismo antioccidental, que ha encontrado nuevos argumentos para tomarse la justicia por su mano, por si necesitaba todavía más.

Esto demuestra que la venganza táctica escenificada por Bush de cara a la galería no sólo es ilegítima (un crimen, si sólo castiga a inocentes) sino además perjudicial: un error de cálculo estratégico, capaz de desencadenar un sinfín de imprevisibles consecuencias perversas, pues las cosas no han hecho más que empezar a empeorar. Y lo que resulta más preocupante es que la inseguridad en sí mismos que está ganando a los estadounidenses amenaza con agravarse, generando una deriva peligrosa hacia el desastre, pues el miedo es un pésimo consejero. Ya hay signos que lo hacen temer así, como el recorte de garantías constitucionales, la suspensión de libertades civiles, el retorno de la censura de prensa y la propensión de la opinión estadounidense hacia un clima de prefascista caza de brujas.

Todo lo cual es aprovechado por estos pagos europeos para hundirse todavía más en el oportunismo, la hipocresía y la confusión. El espectáculo que está dando la Unión, en su atropellada pugna por ver quién halaga con mayor servilismo al padrino americano, es más ridículo que patético. Pero además, como los vientos que soplan desde la otra orilla del Atlántico no son precisamente favorables a los valores democráticos, parece que también aquí está comenzando a imponerse un claro retorno al autoritarismo más impúdico, que no duda en forzar las reglas de juego para rearmar al poder gubernamental. El peor ejemplo lo proporciona desde luego Berlusconi en Italia, pero su amigo Aznar no le anda tampoco a la zaga. Bien es verdad que nuestro presidente no parece necesitar ejemplos o estímulos externos, pues ya tiene acreditada una clara propensión hacia el intervencionismo más arbitrario. Pero lo que sí es nuevo en España es una cierta sensación de flagrante impunidad gubernamental

La resolución parlamentaria del caso Gescartera es quizás el peor ejemplo de cuanto digo, pero hay otros que apuntan en la misma dirección de reforzar la autocracia del poder, como sucede con la imposición arbitrista del diktat universitario, las frecuentes hazañas del fiscal general o la insolente arrogancia digna del peor Berlusconi con que el vicepresidente económico se resiste a explicar la presunción de incompatibilidad entre sus responsabilidades públicas y sus intereses privados. Se diría, en suma, que nuestros gobernantes se han dado cuenta de que ya no tienen por qué respetar ningún límite capaz de frenarles, pues prácticamente pueden hacer lo que les venga en gana. Mucho más a partir de ahora, cuando las instituciones teóricamente encargadas de controlar al Gobierno se han renovado con un personal bastante más próximo a sus posiciones políticas.

Y en este sentido, las conclusiones aprobadas por la comisión parlamentaria que investigó Gescartera, al establecer de facto un veredicto de impunidad gubernamental, han sentado un precedente que muy probablemente habrá que lamentar. Pues si hasta ahora nuestros gobernantes tenían que guardar las formas y cuidar las apariencias, por miedo a tener que sufrir un escrutinio parlamentario, a partir de ahora semejante posibilidad ya no habrá de preocuparles, una vez cruzado con éxito el Rubicón de su constatada impunidad.

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