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Tribuna:LA SUPERPOBLACIÓN, CAUSA DE LA DESIGUALDAD
Tribuna
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Terror global: las razones profundas

El episodio del 11 de septiembre, como se ha dicho repetidamente, tiene las características de una novela o película catastrofista, es digno de una pesadilla de H. G. Wells o de Ridley Scott. Lo terrible es que no fue ficción, fue verdad, y sus causas y consecuencias seguirán pendiendo sobre el mundo como una espada de Damocles durante gran parte del siglo que tan ominosamente empieza.

Este nuevo tipo de conflicto, el terror global, es tanto más inquietante cuanto que, diga lo que diga el presidente Bush, no constituye propiamente una guerra, a menos que le demos a este término un significado muy amplio y vago. Es terror, no guerra, porque no hay conflicto entre Estados, ni frentes, ni objetivos claros. Aunque se empleen ejércitos en la lucha contra el terror, las funciones y objetivos de las fuerzas armadas son aquí más de policía que propiamente militares. Y, como en los procesos de terror localizados, el final es difícil de atisbar. Al igual que en los casos del terrorismo vasco, irlandés, corso, palestino, tamil, etcétera, da la impresión de que el conflicto puede prolongarse durante décadas. Existe, además, el factor agravante de que el terrorismo casi inevitablemente produce una seria división de opiniones en la sociedad que lo sufre, entre los partidarios de la acción policial y los partidarios de negociar y hacer concesiones. Esta última postura acostumbra a estar basada en la idea de que los terroristas son seres racionales y de que sus fines están en parte justificados, aunque no lo estén sus medios. La postura intransigente está basada en la triple idea de que los medios criminales invalidan cualesquiera fines, de que los terroristas son escasamente racionales, y de que las concesiones sólo sirven para legitimar el terror y aumentar las exigencias de los terroristas.

La postura intransigente parece la más lógica frente al terrorismo localizado en los países democráticos, ya que aquí es bien claro que los terroristas simplemente tratan de lograr por la violencia lo que no esperan alcanzar por medios legítimos. En los países no democráticos las cosas son menos claras. A veces los terroristas luchan violentamente contra una dictadura para que triunfe la democracia.

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En el caso del terrorismo internacional la situación es aún más complicada. Hay que tener en cuenta que nadie se atribuyó los horrores del 11 de septiembre. ¿Con quién podría negociarse aunque se quisiera? Es interesante, sin embargo, que el principal sospechoso, Osama Bin Laden (que más propiamente debiera llamarse Osodia Bin Laden), prácticamente confesara su autoría tras la ofensiva angloamericana en Afganistán y haya proclamado unos objetivos que están muy cerca de la guerra santa en nombre del islam contra Occidente. Es evidente que no se puede negociar con la organización terrorista encabezada por este hombre, con tales medios y objetivos, ni con otras parecidas, en su mayor parte también musulmanas. Sin embargo, sí es lícito tratar de investigar las causas últimas de tanta vesania y tratar de averiguar si hubiera razones sociales que pudieran servir de caldo de cultivo al fanatismo criminal. Últimamente se ha escrito mucho sobre si la religión musulmana es culpable o no, o sobre si será la pobreza la que haya causado tanto odio y extremismo. En general, se ha exonerado a la religión musulmana (de manera no del todo convincente, pero ésta es una cuestión muy compleja que excede mi competencia y el tamaño de este artículo). También se ha dicho que, siendo Bin Laden y muchos de sus secuaces gentes de clase media o alta, la pobreza queda también excluida como posible explicación.

Quizá mejor que atribuir el terrorismo islámico a la pobreza sea ver su origen en la desigualdad económica internacional; aunque no exclusivamente, la cultura islámica se ve superada material y militarmente por la occidental, y ello produce un atavismo místico y violento. Es una tendencia muy común en sociedades atrasadas el buscar culpables externos en lugar de hacer examen de conciencia y tratar de corregir errores propios. Para unas masas crecientes, famélicas e ineducadas, la demonización del otro ('el gran Satán') es la manera más simple de sobrellevar una existencia angustiosa. A la larga, por tanto, una política encaminada a reducir las disparidades internacionales de riqueza será la única que pueda acabar definitivamente con la amenaza del terror.

Ahora bien, contra lo que piensan muchos, entre los que señaladamente se cuentan los terroristas, la causa de la desigualdad no reside tanto en las políticas pasadas o presentes de los países ricos cuanto en la superpoblación de los países pobres. El crecimiento demográfico absolutamente extraordinario y sin precedentes que ha tenido lugar en los países pobres durante la segunda mitad del siglo XX es la principal causa de la persistencia de la miseria, de los bajísimos niveles educativos y de las cotas crecientes de violencia, que se ha hecho endémica en tantos países del llamado 'tercer mundo'.

Los países ricos tienen una responsabilidad y un deber, por motivos éticos y por propia conveniencia, de contribuir a aliviar el problema de la desigualdad internacional; tienen responsabilidad porque pueden ayudar, pero no son culpables de la pobreza. La medicina occidental ha reducido los niveles de mortalidad, pero las altas tasas de natalidad han persistido en el 'tercer mundo' en gran parte por la pervivencia de culturas ancestrales. Una contribución humanitaria se ha convertido en un problema social. Por otra parte, las tendencias proteccionistas de los ricos, particularmente en agricultura, perjudican claramente a los países del 'tercer mundo', exportadores de materias primas. La misión de los ricos, por tanto, no debe ser el transferir dinero a los pobres sin más para acallar una mala conciencia poco lúcida, sino comerciar en plan de igualdad y condicionar la ayuda unilateral a políticas demográficas y educativas racionales. Se trata, de un lado, de que la natalidad de los países pobres descienda y se aproxime a la de los ricos; de otro, de ayudar a elevar el nivel educativo de los habitantes, especialmente mujeres y niños, de los países pobres, acompañando esta ayuda con una vigorosa campaña de planificación familiar y paternidad responsable, algo a lo que muchos gobiernos y organizaciones, especialmente los de signo conservador, como el Partido Republicano en Estados Unidos, son reacios. En vez de vender armas a los gobiernos del 'tercer mundo', los del 'primero' deben intensificar las acciones encaminadas a la protección, dignificación y educación de las mujeres de los países pobres. De nuevo, las razones éticas y las de conveniencia coinciden, porque las mujeres educadas son madres mejores y menos fecundas.

Vamos con mucho retraso. Casi todo el reciente crecimiento demográfico ha tenido lugar en los países pobres. Si la población del 'tercer mundo' crece en la primera mitad del siglo XXI al mismo ritmo que ha venido haciéndolo en la segunda mitad del XX (o incluso a tasas menores), las desigualdades seguirán acentuándose y las perspectivas apocalípticas que hoy se vislumbran se convertirán en realidad cotidiana. Para un mundo superpoblado, la catástrofe del 11 de septiembre no habrá sido más que un prólogo.

Gabriel Tortella es catedrático de Historia Económica en la Universidad de Alcalá. Su último libro es La revolución del siglo XX. Capitalismo, comunismo y democracia (Taurus, 2000).

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