La guerra laica
En estos tiempos, encontrar a alguien que de verdad crea en el Diablo es una auténtica aparición. Más aún si se trata de uno de los hombres de negocios más importantes de España. Llamémosle Juan. Cuando me aseguró con toda sinceridad que Osama Ben Laden es la prueba viviente de la existencia del Diablo, me preocupé. 'Tienes que coincidir conmigo', sostuvo, 'solamente el Diablo encarnado en seres humanos puede ser responsable de los ataques a las Torres Gemelas'. A continuación, Juan me aclaró que existen dos fuerzas contrapuestas, las del bien (nosotros, claro) y las del mal (ellos, por supuesto). 'Aquel día', dijo en referencia al 11 de septiembre, 'el Diablo se salió con la suya. La batalla, sin embargo, continúa'.
Confieso que no tuve valor para explicarle a Juan, a quien respeto y quiero, que su razonamiento me parece muy poco original: sin ir más lejos, Osama Bin Laden y sus amigos talibanes piensan exactamente igual. A pesar de que simpatizo con la idea de que transformar aviones civiles en armas de destrucción masiva parece obra del demonio, Osama y sus seguidores sin duda argumentarán que dejar a miles de niños iraquíes sin medicinas, o usar Napalm contra la población vietnamita, o arrojar la bomba atómica sobre ciudadanos japoneses es y ha sido igualmente diabólico. El principal argumento de los talibanes es simétrico al de mi amigo Juan: Estados Unidos es el Gran Satanás que, aliado con líderes árabes corruptos, intenta impedir a los creyentes adoptar las leyes islámicas que actualmente gobiernan Afganistán.
Estados Unidos se había acostumbrado a utilizar la retórica religiosa en la política para describir y justificar sus muchos años de guerra contra el comunismo, una doctrina atea. Pero ahora que en ambos lados se invoca a Dios, quizá fuera mejor plantear el combate de tejas para abajo, como se dice en España. Esto no es una ordalía o un juicio de Dios, ni una yihad ni una cruzada, sino una guerra. Diferente a las que hemos padecido, pero semejante en algo fundamental: se trata de un enfrentamiento de valores e intereses económicos. Estados Unidos y Europa sostienen ciertos valores y estamos preparados para luchar por ellos. Los terroristas islámicos creen en valores fundamentalistas y también están dispuestos a luchar por ellos. Además, este conflicto ideológico se superpone al enfrentamiento de complicados intereses económicos. Ellos producen petróleo y Occidente los automóviles que lo necesitan. Estados Unidos produce armamento y los terroristas islámicos lo necesitan. Ellos producen heroína y Estados Unidos y Europa los adictos con dinero para pagarla. Y así caemos en una gran negociación de intereses económicos e ideologías donde el divorcio total es imposible. Y luchamos. Pero ésta no es la lucha entre el cielo y el infierno en la que cree mi amigo Juan. De poco nos ayudará afirmar que Dios está de nuestro lado. Con Dios sucede algo semejante a lo que Descartes afirmaba del sentido común: que debe de estar muy bien repartido, porque todo el mundo considera que tiene suficiente.
La diferencia que nos importa señalar no es que Dios esté de nuestra parte y el mismísimo Diablo en el lado contrario. Paradójicamente, en eso es casi en lo único en que estaríamos de acuerdo los talibanes y nosotros: en que Dios está de nuestro lado. Hay, en cambio, muchas cosas que sí nos diferencian de verdad. Éstas no son verdades religiosas, sino diferencias de los valores más básicos sobre los cuales será construida nuestra sociedad, y en este caso son tan grandes que por sí solas creo que merecen justificar un conflicto armado. Nosotros creemos en la democracia; ellos, no. Nosotros creemos en la libertad de culto; ellos, no. Nosotros creemos que ellos tienen el derecho a vivir en paz; ellos no creen que nosotros lo tengamos. Nosotros creemos que ellos tienen derecho a hacer proselitismo en nuestros países; ellos persiguen y a veces asesinan a quienes promueven otra religión en los suyos. Nosotros cremos en el pluralismo; ellos, en la uniformidad monolítica. Nosotros creemos que las leyes son obra de los hombres y que las podemos cambiar de común acuerdo; ellos creen que las leyes nos fueron entregadas por Alá y son inalterables. Nosotros creemos en la libertad de prensa; ellos, no. Nosotros creemos que hombres y mujeres tienen los mismos derechos; ellos, no. Nosotros creemos en la libre educación para hombres y mujeres; ellos, no. Nosotros no creemos que los menores deban ser soldados; ellos, sí. Nosotros creemos en ayudar a los musulmanes cuando son víctimas de la opresión -como hicimos en Bosnia y Kosovo-; ellos no están dispuestos a ayudar a un infiel aunque esté en la miseria.
Entonces, ¿qué vamos a hacer? Probablemente lo que ya hemos hecho antes: luchar por nuestros valores e intereses económicos y ganar esta nueva guerra.
Es difícil afirmar sin sonrojarse que en 1992 durante la guerra del Golfo luchamos por nuestros valores. La guerra del Golfo fue principalmente una guerra por impedirle a Sadam Husein, un enemigo declarado de Occidente, hacerse con una cuota demasiado importante del mercado del petróleo. Sin embargo, ideológicamente, esta guerra es más fácil de explicar digamos a un soldado que va a pelearla. En Afganistán no hay petróleo. Esta vez no se trata de defender el bajo precio del petróleo, sino de impedir más matanzas de civiles en Estados Unidos o en Europa, se trata de la defensa de un modo de vida con el que estamos a gusto, se trata de rechazar una conversión forzada a una ideología que no nos gusta. Basta con decirlo como es. No es necesario recurrir al auxilio divino ni bendecir los misiles Tomahawk. Al final, combatiremos porque, a pesar de todos los problemas que vemos en Occidente, queremos que nuestros hijos, y principalmente nuestras hijas, sigan viviendo en un lugar más parecido a Nueva York, París, Londres, Madrid o Barcelona que al Kabul de los talibanes.
Esto es lo que me gustaría explicarle a mi amigo Juan y al gran lobby religioso norteamericano: cuanto más invoquemos a Dios, más nos parecemos a ellos. El convencimiento de que Dios está de nuestro lado es lo que tenemos en común con el enemigo. Pero estamos en guerra, precisamente, a causa de todo aquello que nos diferencia. En eso es en lo que debemos insistir. Lucharemos para defender lo que tenemos aquí en la tierra, y tenemos suficientes razones para hacerlo sin necesidad de argumentar que Dios se encuentra de un lado y el Diablo del otro. No dejemos que ni Osama Bin Laden, ni los elementos más religiosos occidentales, controlen la retórica de esta guerra. Ésta no es una guerra santa, es una guerra laica. Una guerra para defender una sociedad democrática que pese a sus grandes defectos sigue siendo la que hicimos y la que queremos. Una sociedad en la que se puede ser católico, protestante, musulmán, judío o ateo. Como dijo un ministro protestante el otro día por la CNN cuando le preguntaron cómo Dios podía permitir algo como el atentado a las Torres Gemelas, él respondió con mucha sabiduría: 'Éste no es un conflicto entre Dios y los hombres; éste es simplemente un conflicto entre hombres y hombres'.
Martin Varsavsky Waisman es profesor del Instituto de Empresa.
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