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"Nuestra vida ya nunca será como antes"

Diario del escritor israelí David Grossman de una semana marcada por la violencia en Oriente Próximo

David Grossman

El sábado es un día ideal para ordenar el refugio. Mientras mi mujer y yo intentamos tirar todos los trastos que se han ido acumulando desde la última vez que ha habido peligro de guerra (no fue hace mucho: la Intifada estalló hace un año), mi hija pequeña está liada anotando a la gente que va a invitar a su cumpleaños. Y la gran pregunta es: ¿Debo invitar a Tali, aunque ella no me invitara al suyo? Así que mi mujer y yo tratamos de ayudarla a solucionar el problema y nos ponemos serios en un intento de mantener cierta cotidianiedad. Desde los atentados en Estados Unidos nos han arrebatado la ilusión de la rutina, la posibilidad de creer que hay cierta continuidad lógica, ya que siempre planea la idea de quién sabe dónde estaremos dentro de un mes.

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Nosotros ya sabemos que nuestra vida ya no será como antes del 11 de septiembre. Cuando se derrumbaron las Torres Gemelas apareció una especie de grieta grande y profunda en la vieja realidad. Por esa grieta sale ahora el sonido apagado de truenos que anuncian lo que puede irrumpir de allí: violencia, crueldad, fanatismo y sinrazón. De repente, todo es posible. Es como si esta nueva situación hubiera despertado en la conducta humana la tentación de destruir, exterminar, aniquilar todo aquello que tiene vida, desde el cuerpo de cada persona hasta la sociedad, la ley, el Estado y la cultura. De pronto parece tan vulnerable el deseo de conservar lo que ya existe y lo que es nuestro día a día. Resulta tan enternecedor e incluso heroico el esfuerzo por sentir cierta cotidianidad: mantener a la familia junta, la casa, los amigos. (Por cierto, decidimos invitar a Tali).

Afortunadamente para mí, la propuesta de escribir este diario ha llegado cuando acabo de empezar a escribir una nueva novela. Si no hubiera sido así, me temo que este diario sería realmente deprimente. Han pasado ya varios meses desde que terminé mi última novela y sentía cómo el hecho de no escribir me influía para mal. Cuando no escribo tengo la sensación de que no entiendo realmente nada, de que todo lo que me pasa, todo lo que ocurre y todas mis relaciones con las personas son hechos que tan sólo están 'uno al lado del otro', sin ningún contacto pleno entre ellos. En cambio, desde que he vuelto a escribir todo se va hilando de repente, todo acontecimiento alimenta los otros. Todo aquello que veo, toda persona con la que me encuentro es una pista que se me brinda y que espera que yo la interprete.

Ahora estoy escribiendo una novela sobre un hombre y una mujer. Empezó siendo un cuento sobre el hombre, pero la mujer con la que se encontró -que tan sólo iba a ser un personaje casual destinado a escuchar la historia del hombre- de repente me está interesando no menos que el hombre. Me pregunto si conviene, desde una perspectiva literaria, rendirme a ella, ya que el peso de la historia ya no estaría donde yo tenía pensado en un principio. La mujer rompe el frágil equilibrio que requiere la historia. Ayer por la noche me desperté pensando que debería eliminarla y cambiarla por otro personaje, más pálido, alguien que no le haga sombra al protagonista de la novela. Pero por la mañana, cuando la vi escrita, no fui capaz de despedirme de esa mujer; por lo menos, no antes de conocerla un poco más. Hoy he estado todo el día escribiéndola.

Es casi medianoche. Cuando estoy escribiendo una historia, trato de irme a dormir con una idea que aún no tenga del todo perfilada, que aún no entienda del todo, con la esperanza de que por la noche la idea vaya madurando en mis sueños. Es tan excitante y fortalecedor salir, gracias a una historia de ficción, de la realidad sombría que me veo obligado a vivir en esta zona inmersa en la desgracia. Qué bueno es volver a sentirse vivo.

Una y otra vez leo en la prensa europea expresiones hostiles a Israel, en las que incluso se le culpa de los últimos acontecimientos. Me irrita tanto ver con qué vehemencia en ciertos ámbitos se utiliza a Israel como chivo expiatorio, como si Israel fuese la causa, simple, casi exclusiva que justifica el terrorismo y el odio que actualmente está sufriendo Occidente. Sin duda, sorprende el hecho de que Israel no haya sido llamado a participar en la coalición contra el terrorismo y sí en cambio ¡Siria e Irán!

Siento que estos y otros acontecimientos (como la conferencia de Durban y su actitud hacia Israel debido a la incitación racista de países musulmanes) provocan un giro importante en la visión que los israelíes tienen de sí mismos. Los israelíes, que en su mayoría creían que de alguna forma habían escapado ya del trágico destino de los judíos, vuelven a sentir ahora que ese carácter trágico se manifiesta de nuevo. De pronto, se ve lo lejos que están todavía de la Tierra Prometida, lo extendidos que están aún los estereotipos sobre el judío y cómo sigue habiendo antisemitismo, el cual muchas veces se esconde bajo una actitud antiisraelí radical, como si eso sí fuese legítimo.

Tengo muchas críticas que hacer al comportamiento de Israel, pero pienso que en las últimas semanas el odio hacia Israel que se percibe en los medios de comunicación no se debe sólo a las actuaciones del Gobierno de Sharon. Uno siente estas cosas en su interior, debajo de la piel. Siento una especie de temblor que llega hasta las células más antiguas de mi memoria, hasta aquellas épocas en que el judío no era visto como un ser humano -de carne y hueso- sino siempre como símbolo de otra cosa. Un ejemplo escalofriante: 'Usted determina por tanto', dijo ayer un presentador al final de un programa en la BBC al árabe a quien entrevistaba, 'que Israel es la causa de las desgracias que actualmente están envenenando el mundo. Gracias y buenas noches'.

Desde hace aproximadamente dos días parece haber descendido el grado de violencia entre Israel y los palestinos. El corazón, acostumbrado a las decepciones, se niega aún a dejarse llevar por el optimismo. No obstante, la calma le permite a uno meterse en la escritura sin remordimientos de conciencia. La mujer de mi novela se está haciendo cada vez más importante. No tengo ni idea de adónde me llevará. Hay en ella algo de amargura e infinitud que me asusta y me atrae. Siempre se siente una enorme expectación al empezar una novela: la historia me ha de sorprender. Aún más, quiero que la historia me traicione de verdad, que me tire de los pelos y me arrastre a escribir lo totalmente contrario de lo que quiero, que me lleve a los lugares más peligrosos y aterradores para mí, que anule las cómodas coordenadas y los mecanismos que forjan mi vida, que acabe conmigo, con mis relaciones con mis hijos, con mi mujer, con mis padres, con mi país, con la sociedad en la que vivo, con mi idioma.

No es extraño que sea difícil entrar en una nueva historia. El alma se estremece. El alma -como todo ser vivo- desea seguir en movimiento, en la rutina. ¿Por qué tiene ella que participar en este proyecto de autodestrucción? ¿Qué mal le va así? Tal vez por eso me lleva tanto tiempo escribir una novela. En los primeros meses es como si yo tuviera que ir quitando una capa tras otra hasta llegar a mi alma rebelde.

'Sólo el que no ha escuchado las noticias de última hora sonríe'. Eso es lo que Bertolt Brecht escribió en una ocasión. A las siete y media de la mañana dicen en la radio que ha habido un atentado contra el ministro Rehavam Zeevi. Era uno de los políticos isralíes más radicales en su postura hacia los palestinos. Nunca estuve de acuerdo con sus opiniones, pero este acto de terrorismo es terrible y no tiene justificación. Es lo mismo que pienso cuando Israel mata a alguna personalidad política palestina.

Como cualquier Estado, Israel tiene evidentemente derecho a defenderse cuando un terrorista lleva una bomba y está yendo al lugar donde va a hacerla estallar. Rehavam Zeebi, a pesar de sus ideas, no era uno de esos terroristas.

El corazón se llena de angustia: Quién sabe cómo este asesinato puede ahora empeorar la situación. Los dos últimos días habían sido más o menos tranquilos; casi nos atrevimos a respirar de nuevo a pleno pulmón. Ahora, de golpe, es como si otra vez hubiéramos caído en la trampa. De nuevo recuerdo lo mucho que la insoportable ligereza de la muerte nos domina -escribo y tengo la sensación de que estoy siendo testigo de los días previos a una gran catástrofe.

Con todo, ayer disfruté de un momento de leve consuelo. Como cada miércoles, me reuní con mi Habrutá, un compañero y una compañera con las que quedo y estudio Talmud, Biblia, pero también a Kafka y a Agnón. La Habrutá es una institución judía muy antigua destinada a estudiar con otros y a afinar el pensamiento a través de la discusión. A lo largo de los años de estudio juntos hemos desarrollado una especie de código privado compuesto de asociaciones y recuerdos. De los tres yo soy el laico, pero con estos dos amigos llevo ya diez años manteniendo un diálogo vivo, emocionante y estimulador. Cuando estudio con ellos, me vinculo por dentro a una cadena de dos mil años de pensadores y creadores judíos. Llego a los cimientos de la lengua hebrea, a las bases del pensamiento judío. De pronto, entiendo el código oculto que subyace en la conducta social y política de Israel hoy en día. En medio de la sensación de confusión y ruina que me envuelve, me siento de repente arraigado.

Todo se derrumba. El Ejército israelí entra en la ciudad palestina de Ramala. Día de combates. Seis palestinos muertos (entre ellos una niña de 10 años y un líder de Al Fatah, responsable del asesinato de varios israelíes). Un israelí muere por disparos efectuados por palestinos procedentes de la ciudad del líder de Al Fatah muerto anteriormente. El frágil alto el fuego ha desaparecido y quién sabe cuánto tiempo habrá que esperar hasta que se llegue a otro. Telefoneo a una de las personas con las que puedo compartir mi desesperación en momentos como éste. Se trata de Ahmad Harb, un escritor palestino de Ramala. Un amigo. Me habla de los tiroteos que oye. Me comenta el optimismo que había entre los palestinos hasta anteayer, hasta que asesinaron al ministro Rehavam Zeevi. 'Fíjate en cómo cooperan entre sí los extremistas de ambos lados', me dice, 'mira lo bien que les va'. Anteayer, por primera vez desde hacía semanas, Israel había abierto el paso a la ciudad de Ramala. Después del asesinato de Zeevi, han vuelto las barreras y los puestos de control. Le pregunto a mi amigo palestino si hay algo en lo que yo pueda ayudar. Él se ríe: 'Nosotros sólo queremos movernos, estar en movimiento, salir de la ciudad y volver...'

Entre las noticias, las sirenas de las ambulancias y el ruido de los helicópteros que no paran de dar vueltas, intento aislarme y esforzarme en escribir mi novela. No es que quiera dar la espalda a la realidad -la realidad está aquí; es como un ácido que devora cualquier célula protectora-. Lo que pasa es que siento que, dadas las circunstancias, el mismo hecho de escribir se convierte en un acto de protesta, en un acto de afirmación del yo en medio de una situación que realmente amenaza con destruirme. Cuando imagino o escribo siquiera una frase, es como si lograra vencer, aunque sea por unos instantes, la sinrazón y la tiranía de la situación. Por un momento, no soy víctima.

La semana está a punto de terminar. En ella han ocurrido hechos tan graves que no he podido escribir en este diario sobre otras muchas cosas importantes para mí: sobre uno de mis hijos, que está escribiendo una obra de teatro surrealista para el seminario de teatro del instituto; sobre el partido de fútbol que vimos juntos en televisión entre el Manchester United y el Deportivo de La Coruña (incluido el polémico gol que le metieron a Barthez); sobre mi hija, que está realizando una investigación científica sobre su loro; sobre mi hijo mayor, que ahora está haciendo el servicio militar y por el cual me angustio en cada momento; y sobre mi vigésimoquinto aniversario de boda, que ha sido esta semana. Esta vez lo hemos celebrado con mucha preocupación: ¿Conseguiremos mantener el marco frágil y vulnerable de la familia durante los próximos años?

Tantas cosas preciosas, tantos momentos íntimos se pierden a causa del miedo y la violencia. Es tanta la energía que, en vez de dedicarse a la creación y al pensamiento, se destina a la destrucción y a la muerte -o a tratar de defenderse de una y de otra-. A veces tengo la sensación de que la mayor parte de las energías se dedican a conservar lo que ya existe. Si no llega la paz, me temo que todos nos iremos convirtiendo en una especie de armadura en la que ya no quedará dentro ningún caballero.

El escritor israelí David Grossman.
El escritor israelí David Grossman.

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