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LA COLUMNA | NACIONAL
Columna
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La vendimia del Estado

UNOS, LOS QUE ESTÁN ahora en el Gobierno, dicen que la cosa viene del PSOE; otros, con más experiencia, la remontan al régimen de Franco y todavía los más ancianos recuerdan que ya en su tiempo, el de la dictadura de Primo de Rivera y de la República, se hablaba también de lo mismo. Como ya no queda casi nadie que haya accedido a la conciencia política en tiempos de Alfonso XIII, ahí están los historiadores para recordar que, en realidad, durante la Restauración el hábito estaba más que arraigado. Y así subiendo hacia arriba se podría llegar al origen mismo del Estado liberal, cuando, como escribía Azaña, bajo la férula del moderantismo, lo más granado de la sociedad española se aplicó a vendimiar el poder.

¿En qué consiste exactamente el asunto? Poco más o menos en esto: vendimiar el Estado para disfrutar el Gobierno. Cuando un partido, ayer el conservador o el liberal, hoy el popular o el socialista, llega al gobierno lo primero que hace es sacar la cuenta de puestos que el Estado ofrece para repartir entre los secuaces. Se comienza, desde luego, por la Administración, en la que los directores generales son enviados a los pasillos arrastrando tras de sí a buena parte de los subdirectores. Siguen los cargos de libre designación en esferas del sector público o asimiladas tan prometedoras como empresas, hospitales, embajadas, museos, televisiones, fundaciones varias. Si alguien espera culminar una brillante carrera en el servicio público basado exclusivamente en sus méritos y capacidad, va aviado. Es más, la idea misma de carrera en la función pública ha sido dinamitada con espurios argumentos ideológicos que ocultan malamente la rancia práctica del clientelismo, del favoritismo, del enchufismo.

Podría creerse que la Constitución de 1978 y la democracia finalmente instaurada habrían de dejar a salvo de este hábito ancestral, ya que no los órganos superiores de la Administración, algunas regiones más sensibles del Estado, aquéllas que tienen como función mantener la división y el equilibrio de poderes, el gobierno de los jueces, la interpretación de la Constitución, las cuentas del Reino. Del latiguillo tantas veces reiterado del reconocido prestigio como único requisito del candidato a ocupar alguno de estos puestos se hace las más de las veces mangas y capirotes si el tal prestigio no viene acompañado de una demostrada amistad o complacencia con quienes ostentan el poder de nombrar. El círculo de adictos se ha estrechado tanto que si la cosa sigue así todos esos puestos, que debían estar a salvo de mercadeos partidistas, acabarán en cementerios de elefantes o en sinecuras para políticos en paro.

¿Cómo hemos podido llegar a esta situación? Rodrigo Rato ofreció hace dos semanas la clave del asunto: chantaje. El requisito constitucional de reunir tres quintos de votos en el Congreso o en el Senado se presta, si no se introduce algún otro control, al chantaje. Claro está que Rato habría sido más convincente si hubiera recordado las razones que le movieron a nombrar a gente tan manifiestamente incompetente para controlar el mercado de valores y si hubiera reconocido que en política nadie se deja chantajear si no se es a la vez un chantajista. Si tú no votas al mío para tal organismo yo no voto al tuyo para tal otro: en eso ha consistido el repugnante espectáculo que una ciudadanía atónita se ha visto obligada a presenciar va ya para medio año. Es posible que los socialistas hayan impuesto unos nombres a los populares; no es menos cierto que los populares han metido algunos goles de antología a los socialistas.

El caso es que mientras unos y otros, con menosprecio del decoro de las personas afectadas, se dedican al innoble juego del mutuo chantaje, organismos de Estado son objeto de mofa y escarnio. Querrán que los respetemos, se les llenará la boca hablando del prestigio de las instituciones, pero la pesada broma de los responsables políticos de los dos grandes partidos anudando y rompiendo acuerdos habrá infligido a esas mismas instituciones el mayor daño posible extendiendo la convicción de que, al fin y al cabo, gobierno de jueces, Tribunal Constitucional o Tribunal de Cuentas no son más que playas a donde vienen a morir los restos de naufragios políticos.

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