Todos eran keynesianos...
Disfrazados de honestos neoliberales, eran pérfidos neokeynesianos. El presidente de los Estados Unidos, George Bush; su secretario del Tesoro, Paul O'Neill; el presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan; la mayoría de la Cámara de Representantes y del Senado americanos; el director del Fondo Monetario Internacional, Horst Köhler; James Wolfenshon, presidente del Banco Mundial; hasta el jurado de la Real Academia Sueca de las Ciencias, que ha concedido el Nobel de Economía de este año a Joseph Stiglitz, aunque no se haya atrevido a dárselo en solitario, sino compartido.
Todos ellos han comprendido que el principal problema de esta primera recesión global contemporánea es la crisis de la demanda y se han aplicado a solucionarlo con las medidas que abiertamente se entienden por keynesianas: aumento del gasto público y reducción de los impuestos para reactivar la economía. Dice Timothy Garton Ash que la respuesta al conflicto derivado de los atentados terroristas del 11 de septiembre ha estado liderado por Blair, que quiere ser Churchill (ya ha conseguido sus mismas cotas de popularidad en los sondeos), y por Bush, que pretende ser Roosevelt. El presidente americano se ha olvidado de su tradicional apelación al mercado y ha puesto a trabajar al dinero público para sacar a EE UU de la recesión; primero, con 40.000 millones de dólares para la reconstrucción de los daños y la lucha contra el terrorismo (la Cámara de Representantes autorizó un monto del doble de lo que pedía el presidente; éste es el cambio); luego, con 15.000 millones de dólares de ayudas directas a las compañías aéreas; más adelante, con 75.000 millones para impulsar la demanda. Y está dispuesto a inyectar más dinero: el pasado viernes prometía a los militares que dispondrían de 'todos los recursos, todas las armas, todos los medios necesarios para hacer segura la victoria'. Por ahora, el 1% del PIB americano, más de lo que había sugerido Greenspan inmediatamente después de los atentados, y que a algunos les pareció exagerado. Mientras tanto, el presidente de la Fed echa liquidez al sistema en forma de reducción del precio del dinero.
Si Bush quiere ser Roosevelt, poco falta para que mencione el new deal (nuevo trato). La expresión new deal está acuñada en el mundo desde 1929; después del crash bursátil de ese año en Nueva York comienza la Gran Depresión, que durará hasta la Segunda Guerra Mundial. La Gran Depresión tuvo su epicentro en EE UU, y desde allí se exportó casi universalmente; su fondo se sitúa en el año 1933 y los primeros síntomas de una lenta recuperación llegan con el new deal de Franklin Delano Roosevelt.
Los nuevos tiempos también se han trasladado a Europa. Si los representantes europeos en el G-7 (Reino Unido, Alemania, Francia e Italia) se han opuesto a una política económica global contra la recesión global, como proponía EE UU y el FMI, aludiendo a que los problemas de las tres zonas no tienen la misma graduación (Japón está en una profunda recesión, la cuarta en una década; EE UU está entrando en ella; Europa todavía permanece en tasas de crecimiento económico, aunque sean muy pequeñas), hay síntomas de un cambio doctrinal en la concepción de esa política. En primer lugar, la Comisión Europea ya ha aceptado la necesidad de ayudas a las compañías áreas europeas para no quedar en una situación de inferioridad respecto a las norteamericanas. Ello supone una variación en la política de la competencia tradicionalmente aplicada, que prohibía las ayudas de Estado porque distorsionan la libre competencia.
Otro signo de esas transformaciones es lo ocurrido en el reino Unido con la compañía propietaria de las infraestructuras ferroviarias del país (estaciones, vías de tren y señales, fundamentalmente). Railtrack fue privatizada en 1996 por John Major, siguiendo la estela privatizadora inaugurada por la señora Thatcher. Desde entonces, el transporte por ferrocarril británico no ha dejado de descender en calidad y la empresa está al borde de la quiebra: tiene una deuda de 3.300 millones de libras y debería invertir otros 3.000 millones para mejorar sus instalaciones, por cuyo uso cobra a la casi treintena de empresas privadas que operan por las mismas. Railtrack, que tiene casi 11.000 trabajadores, ha sido el mayor desastre del proceso privatizador de los conservadores. Pues bien, el Gobierno laborista de Blair la ha intervenido para hacerse cargo de la misma, con el objetivo de reestructurarla y convertirla en una empresa sin fines de lucro; los auditores de Ernst & Young se han hecho cargo de Railtrack. Esta operación supone una especie de nacionalización de las pérdidas, de la que tanto conocemos en el pasado español. No se sabe qué va a pasar con sus 250.000 accionistas (se ha suspendido la cotización), ya que los acreedores tienen prioridad para cobrar.
También en España la necesidad hace virtud. Tras presentar un presupuesto increíble para los tiempos de crisis, el Gobierno declara a posteriori que en el caso de que disminuyan los ingresos públicos y aumenten los gastos sociales (dos condiciones fácilmente predecibles), no se sacrificarán las inversiones públicas, sino el dogma del déficit cero. Lo anunció el ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, antiguo director del Instituto de Estudios Económicos, uno de los neoliberales más representativos de la escena nacional. ¿También era un neokeynesiano escondido?
Lo que está pasando es la aplicación del sentido común a la economía. Los Gobiernos deben hacer todo lo posible para sostener la confianza de los inversores y de los consumidores, sumidos en la incertidumbre. Uno de los efectos colaterales de esta crisis es el retraimiento de los empresarios dentro de sus fronteras nacionales. Las inversiones transfronterizas están sufriendo una fuerte restricción desde el 11 de septiembre. Puede volver el nacionalismo económico y quebrar la globalización por uno de sus efectos más positivos: la transmisión de riqueza hacia los países emergentes.
¿Por qué se revisan ahora los dogmas neoliberales? ¿Por qué se acude con dinero público al rescate de empresas de servicios, como son las compañías aéreas o Railtrack, o de las mismas economías nacionales, cuando durante las crisis anteriores se había prohibido utilizar el presupuesto y el déficit en estos menesteres? Porque ahora el problema está en el centro del sistema y no en la periferia. Ahora no se trata de México, como en 1995, de Asia en 1997, o de Rusia y Brasil en 1998 y Argentina en 2000, etcétera. Siempre se dijo que las llamadas a una arquitectura financiera internacional y a unas nuevas reglas de la economía no serían más que retórica mientras las dificultades noalcanzasen a EE UU. La demostración ha llegado. Lo dijo Stiglitz en el artículo que supuso su ruptura con la ortodoxia económica (Información privilegiada: lo que aprendí en la crisis económica mundial): 'A menudo me han preguntado cómo es posible que una gente tan inteligente -incluso brillante- haya elaborado políticas tan malas. Una de las razones es que esta gente tan inteligente no estaba siguiendo unas reglas económicas inteligentes. Una y otra vez me espantaba lo anticuados que eran y lo desfasados que estaban con la realidad los modelos que empleaban los economistas de Washington... Pero la mala política económica no era más que un síntoma del verdadero problema: el hermetismo. La gente inteligente tiene más probabilidades de hacer algo estúpido cuando se cierran a las críticas y los consejos de fuera... Hasta qué punto han impuesto el FMI y el Tesoro americano políticas que de hecho contribuyeron a aumentar la volatilidad económica mundial... Desde el final de la guerra fría, la gente encargada de difundir el evangelio del mercado por los rincones remotos del planeta han adquirido un poder tremendo. Estos economistas, burócratas y funcionarios actúan en nombre de EE UU y los demás países industrializados, pero hablan un idioma que pocos ciudadanos corrientes entienden y que pocos políticos se molestan en traducir. Puede que la política económica sea la parte más importante de la interacción de EE UU con el resto del mundo. A pesar de ello, la cultura de la política económica internacional en la democracia más poderosa del mundo no es democrática'.
La recesión global, unida a la incertidumbre generada por los atentados en Nueva York y Washington y al conflicto bélico posterior, ha puesto fecha de caducidad a los análisis económicos hegemónicos neoliberales. El Estado reaparece como máximo reparador de los desórdenes. El sector público toma protagonismo en la reasignación de los recursos a través del aumento de los gastos de defensa y de seguridad, y de las ayudas a las empresas en crisis. Hay un cambio doctrinal. No. No es que fuesen keynesianos, sino que sólo son partidarios de la libertad económica cuando las cosas van bien para ellos y demandan muletas públicas cuando van mal. No nos volverán a engañar.
Siempre nos quedará Carlos Rodríguez Braun.
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