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Columna
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Dos esculturas

Dos esculturas públicas se han instalado en Bilbao estos días. Una de ellas, la araña titulada Mama, de Louise Bourgeois (Francia, 1911), está colocada en la explanada zaguera del Museo Guggenheim, junto a la Ría. La otra se ha fijado en el Palacio de Euskalduna, antecediendo a la fachada principal. Lleva por título Dodecathlos, de la que es autor Vicente Larrea (Bilbao, 1934).

La gigantesca araña es una pieza esplendorosa de bronce, acero inoxidable y mármol. Los cuatro pares de patas crean un formidable juego de ritmos sinuosos, desde todos los lados que se mire. Pero hay una circunstancia que controla esos ritmos. Se trata de la articulación principal de cada una de las ocho patas. Por más que unas patas sean mayores que otras, todas las articulaciones están a la misma altura del horizonte.

Además de esos ritmos, sorprenden e imantan las formas de la cabeza y las glándulas abdominales del arácnido pulmonado. El despliegue de rejillas, oquedades y tirantes nervados que dan cobijo a piedras en su interior de diferentes tamaños, crean en su conjunto unas formas que no son ni siquiera de signo informalista. Estamos frente a unas antiformas. Lo mismo da que estén representando algo ya conocido, porque, en rigor, su creación imaginativa rebasa todo cálculo prefijado. La artista está percibiendo su obra desde el interior. Esta idea de percibir la obra creativamente desde el interior puede constatarse a través de una obra suya, fechada en 1963, que en este momento se puede ver dentro del Guggenheim. En esa escultura, titulada Hada costurera, hay elementos de su interior con una vida propia que se nos hace difícil percibir con la intensidad que su autora los crea. Louise Bourgeois hurga en su propia psique, tratando de interiorizar su pensamiento femenino allí donde lo masculino está empeñado en verlo todo bajo la tutela de lo exterior.

Hemos visto la araña desde distintos puntos de vista. Desde todos ellos se yergue majestuosa la pieza, lo mismo desde la otra orilla de la Ría que desde el tercer piso del interior del Guggenheim. Desde este observatorio el agua de la Ría pasa a través de los intersticios de las glándulas abdominales integrándose la pieza de manera dulce y armoniosa con el lugar.

Contrariamente, la escultura del Palacio de Euskalduna no ha sido ubicada en el mejor lugar. Desde el amplio vestíbulo del edificio queda cortada su visión. Tanto desde la planta que da a la Ría, como cuando se llega a ella a través de la rampa que da acceso al terreno allanado de la calle.

En cuanto a la escultura en sí aparecen las formas orgánicas de flora vegetal, tan simplistas como repetitivas, a que nos tiene acostumbrados su autor. Modelado sobre poliespán, con el proceso del arenado posterior y el hierro fundido como remate, traducido en este caso a una escultura de setenta toneladas. La escultura la conforman tres piezas, bien armonizadas las masas y los huecos -llenos y vacíos- entre ellas.

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Sin embargo, se percibe un error de concepto, que va en detrimento de la propia obra. Al colocar la escultura sobre una peana, parece que la máxima aspiración consiste en presentarla como un objeto-trofeo. Lo que es grande queda reducido a poco. De manera implícita deducimos que el gigantismo por el gigantismo en arte tiene un valor muy pequeño. Diría más: las dimensiones de esa escultura están pidiendo una afirmación -su anclaje- en tierra, sin la muletilla de la base-peana. De ese modo, y sin apoyo alguno, cabía la posibilidad de haber dejado espacio entre las tres piezas para que los espectadores pudieran deambular, recorrer, habitar, en suma, por entre esas tres piezas. Ocasión perdida, tan obvia como lamentablemente.

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