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Columna
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El regreso de la política

Andrés Ortega

El 11 de septiembre, los terroristas supieron hacer un uso depravado y diabólico de la globalización. Ellos tenían (y siguen teniendo) una estrategia para aprovechar las oportunidades de la globalización. Los Gobiernos democráticos, no. Pero, tras la crisis, ¿hacia dónde se han vuelto todas las miradas? Hacia los Gobiernos; la política, incluida la municipal, con el alcalde Giuliani de Nueva York en un papel inusitado. No hacia Bill Gates ni hacia ninguna empresa multinacional. Demasiado tiempo se ha dejado a la globalización fuera del control de la política. Y este vacío lo han aprovechado no sólo los mercados, sino el crimen organizado, ese cuarto sector de la economía global, como lo llamó Jeremy Rifkin en el coloquio sobre Cultura e identidades en sociedades globales, organizado en Cadenabbia (Italia) por la Agencia Federal para la Educación Cívica alemana. Es hora de poner fin a ese descontrol que ha permitido el desarrollo de redes de terrorismo (y alentado su acción). En primer lugar, los ciudadanos les piden a sus Gobiernos más seguridad. Probablemente veremos una reducción en el énfasis en la seguridad privada para volver a la pública; a un mayor control de las redes globales financieras e incluso de Internet, etcétera. Pero mayor seguridad no es seguro que puedan asegurarla.

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Incluso en EE UU los que se oponían a más Estado, ahora piden más política, más gasto público. Con las Torres Gemelas, el terrorismo, probablemente sin quererlo, ha acabado con el neoliberalismo. Y con el mito, o la ilusión para muchos de sus ciudadanos, de que EE UU podía vivir solo, aislado, aunque con una marca imperial sobre el resto del mundo. Frente a la original Declaración de Independencia de EE UU, que ha mantenido su vigencia durante más de 200 años, el sociólogo Benjamin Barber, autor de Yihad contra mundo, libro de plena actualidad, pide ahora, como un nuevo contrato social global, una 'declaración de interdependencia'. En parte es lo que está reconociendo EE UU. Los republicanos, que no querían saber nada de la ONU, han liberado el pago de la deuda a la organización, que aprobó el pasado viernes, por unanimidad, una resolución sobre la lucha contra el terrorismo internacional. Ha quedado de relieve la necesidad de avanzar hacia una gobernanza política y civil global, nada fácil de crear, que requiere impulsar un derecho global público. Pero, como escribió Max Weber, hay que intentar lo imposible para lograr lo posible.

Estados Unidos, lanzado aún en su Operación Libertad Duradera (que, mala traducción, quiere reflejar el hecho de que la libertad debe y puede resistir a ataques terroristas sin perder su esencia), no está aún plenamente en el multilateralismo. Pues no ha decidido aún si ser democracia o imperio, y si su alianza es contra el terrorismo, nuevo enemigo declarado, o a favor del poderío de EE UU en el mundo. En cada crisis internacional que ha habido en los últimos 120 años, EE UU ha ido ganando poder. Quiere apoyo político y de inteligencia de una gran coalición internacional, ante todo contra el terrorismo que le afecta, que es también el de sus fundamentalistas cristianos internos, como el que puso la bomba de Oklahoma. Busca fuera, pero ha convivido con la amenaza durante años dentro, y la solitaria aún puede seguir así. En todo caso, ha empezado a actuar casi solo, y muchos aliados también lo prefieren así. Quizás EE UU no percibe que muchos de sus actos provocan reacciones adversas. Por no hablar siempre del apoyo a Israel, se puede abordar la violencia cultural que derivó de la guerra del Golfo de 1991, con la subsiguiente presencia permanente de fuerzas de EE UU en Arabia Saudí, tierra sagrada para los musulmanes. No es sino una forma de asegurarse el control del petróleo, sobre el que vive nuestro modelo de sociedad. Puede que tenga razón Rifkin al considerar que, si los automóviles y otras industrias dejaran de usar derivados del petróleo, en gran parte, las crisis de Oriente Próximo y de Asia Central podrían desvanecerse o pasar a ser puramente regionales. El control del petróleo también ha alimentado el odio.

Pese a sus posteriores matizaciones, la consideración por Berlusconi de que Occidente era muy superior al islam le ha hecho mucho daño a los esfuerzos europeos para atraer a una parte del mundo islámico y alimenta ese odio. Pero tampoco hay que llamarse a engaño: Berlusconi, como responsable político, no debía haber hecho tal afirmación; pero ha reflejado lo que mucha gente siente o incluso piensa, volviendo la yihad contra ellos, los musulmanes. En sentido contrario, también muchos musulmanes -hay 11 millones de ellos en la UE y siete millones en EE UU- se sienten, como ha afirmado el canciller alemán, Gerhard Schröder, la primera víctima o las siguientes a los muertos y heridos de los atentados de Nueva York y Washington. Probablemente, como se dijo en Cadenabbia, estemos como ese señor K. de Brecht al que le preguntan: '¿En qué está trabajando ahora?'. Y contesta: 'En mi próximo error'.

aortega@elpais.es

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