364 días en automóvil
Es de justicia comenzar declarando que el automóvil es una cosa estupenda. Lo malo es que los demás también lo tienen. Y resulta que en una ciudad, por más túneles que se hagan, los automóviles de los demás no caben en las calles.
La dura realidad es que la densidad de población de una ciudad hace físicamente imposible que los desplazamientos se efectúen en automóvil privado. Y aún más imposible que una buena parte de los ciudadanos vivan fuera y entren cada día en su coche privado. Es imprescindible que en toda área urbana haya un sistema de movilidad planificado de forma integral, que permita los desplazamientos en un tiempo, coste y comodidad razonables.
Que el transporte público exista no es suficiente. Debe ser conocido y aceptado, y debe incentivarse su uso, incluso con medidas coercitivas, aunque los automovilistas voten.
En el fondo de todo automovilista hay un usuario potencial del transporte público, esperando que alguien lo saque a la luz.
Brindo dos posibles medidas en favor del transporte público:
a) Que cada automovilista lleve visible en el parabrisas su abono de transporte público (lo que permitiría reducir el precio del abono y, a lo mejor, ya que lo han comprado, que prueban a usarlo).
b) Que todos los alcaldes y concejales usen siempre el transporte público para sus desplazamientos y hagan ostentación de ello con cara de satisfacción y continuas manifestaciones de alegría.
Sé que se trata de unas modestísimas contribuciones, pero por algo concreto hay que empezar. Debo hacer una última advertencia: la industria del automóvil es esencial para la economía, que, sobre todo ahora, no puede permitirse otro sobresalto. De manera que es imprescindible aclarar que nuestro deber cívico de usar lo menos posible el coche es perfectamente compatible con el no menos cívico de seguir comprando uno nuevo, como mínimo, cada tres años.
Ricardo Aroca es arquitecto y presidente del Club de Debates Urbanos.
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