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Columna
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Pateras literarias

Estamos acostumbrados en el paisito a que la historia, nuestra historia, se haya convertido en un objeto de furibunda polémica. Este es un hecho triste, pero en modo alguno puede considerarse anormal: si no estamos de acuerdo en convenir colectivamente nuestro presente, si nos resulta imposible diseñar un futuro común, no hay razón alguna para que a la hora de considerar nuestro pasado todo sean parabienes, coincidencias y armonías.

La épica batasunera ha introducido una mística de conquistadores y conquistados difícil de engastar, como a ellos les gustaría, en la mentalidad de los vascos de otras épocas, pero al tiempo es llamativa la soltura con que desde los sectores no nacionalistas se alude a la mentira histórica, a una sumaria y vasta mentira histórica, para eludir cualquier debate serio sobre el pasado o (lo que es peor) sobre el presente. Cuando alguien habla en blanco y negro, cuando detesta los matices, se arriesga a un elemental contrapunto: si imputas la mentira a tu adversario es que imaginas que tú hablas desde la verdad. Y si la verdad histórica estuviera definitivamente confirmada podríamos jubilar a todos los historiadores.

Afortunadamente, la historia no incrimina los puntos de vista. No puede haber una historia unánime por cuanto que nunca, en ninguna época, el presente lo ha sido. Que las guerras carlistas adquirieran una especial virulencia entre nosotros es una demostración de que la imagen que los vascos del siglo XIX tenían de sí mismos era francamente divergente entre unos y otros sectores. Por supuesto, todo visionario tiene el derecho a identificar quiénes eran entonces los buenos. En realidad, tiene derecho a identificar a los buenos, a sus propios buenos, en las guerras carlistas, en las machinadas del siglo XVIII, en las guerras de banderizos medievales o hasta en el paleolítico. Otra cosa es que mentes más críticas (y autocríticas) se presten a compartir ese ejercicio delirante.

Sin embargo, resulta curioso comprobar que las manipulaciones que padece la historia no son exclusivo patrimonio de nuestra diminuta tribu de bebedores de sidra. Recientemente, la Generalitat valenciana ha preparado un borrador de decreto para la modificación de los contenidos de la asignatura de literatura en valenciano. El resultado ha sido castrante: omitir toda referencia a la unidad histórica de la lengua catalana y a todo escritor catalán o mallorquín que se hubiera colado arteramente en las pizarras de los institutos de Valencia. El presidente de la comunidad, Zaplana, ha declarado que es obligación de su Gobierno establecer tal política (como si la política tuviera nada que decir en materia literaria), así como 'valencianizar' la enseñanza de la literatura.

Por suerte la literatura es lo más alérgico que existe a los presupuestos ideológicos, religiosos o nacionales. Una literatura valencianizada es algo tan absurdo como una literatura vasquizada. Una literatura socialdemócrata es tan ridícula como una literatura anarquista, conservadora o mormona. Puede haber (ha habido, de hecho) una literatura católica o una literatura socialista: y lo menos malo que se puede decir es que en ellas lo literario se volvía invisible. La obstinación con que la derecha española pretende orillar la vinculación de la lengua catalana con su variante valenciana es uno de los fenómenos más extraordinarios de manipulación cultural que ha padecido este país. Ahora los escolares valencianos tendrán el extraño privilegio de verse privados de autores como Pla o Espriu, que escribieron en su lengua, o desconocer fenómenos tan interesantes como el modernismo catalán de principios de siglo. El valenciano ha dado a lo largo de la historia espléndidas figuras literarias, desde Ausiàs March a Joan Fuster, pero circunscribir el cuerpo de una literatura como la catalana, con una larga tradición y una apreciable extensión mediterránea, a los meros escritores del terruño es un delirio propio de mentes obturadas.

El Partido Popular pretende reformar las humanidades, pero lleva camino de deshumanizarlas. Su sentido de las fronteras es no menos tortuoso en Castellón que en Algeciras. Ciertamente, detener las pateras literarias no resulta tan cruel como detener las del Estrecho, pero al menos tiene una gran virtud: es imposible.

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