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Columna
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La calidad del miedo

Juan Cruz

El miedo es una mano inesperada detrás de una puerta, un picaporte que se mueve y un grito. En la infancia, esos miedos son universales y nos acompañan hasta el sueño y más allá; no tienen que ver sólo con lo que se toca, sino, sobre todo, con lo que imaginamos que nos toca. Con el material del miedo uno hace sus propios sueños. Luego, a lo largo de los años, el miedo alcanza su propio color, un gris pálido que se refugia detrás de los peores recuerdos, y alcanza su carne en las circunstancias más inesperadas, cuando lo que se ansía se convierte en una frustración con respecto al deseo que se recuerda. El miedo se aloja entonces, según los casos, en lugares muy definidos del cuerpo, y del cuerpo surge, como un grito, cuando ya no es sólo una sensación íntima, sino una complicidad con la circunstancia que nos aterra.

El miedo es también un color, decíamos, y no es sólo ese color grisáceo, pálido como la muerte, con el que se representaba en nuestra infancia; con ese nuevo colorido se representa, a pesar de la velocidad de los días, y se instala con imágenes que son habitualmente parecidas y que tienen que ver, casi siempre, con puertas misteriosas que se abren y se cierran como se cierran y se abren los capítulos de la vida. El miedo es la parte central del cuadro de la vida. Hay una obra, El grito, de Munch, que representa el miedo cuando ya es pasado, y ahí, en ese amarillo sucesivo en el que parece amplificarse el grito del alma, es donde se puede ver cómo el hombre se despoja, con rabia y con estupor, de una sensación que ya no es sólo una apreciación de sus sueños.

Para contar el miedo hace falta serenidad y, por tanto, talento. El miedo es un espectáculo del alma, se transmite cuando quien trata de reproducirlo -de los sueños, de la literatura, en el cine, en el teatro, en la pintura, también en la música- tiene verdadero talento. En el caso del miedo tratado en el mundo del espectáculo -y también del espectáculo literario-, puede desatarse fácilmente haciendo aparecer materiales mostrencos o brutales que excitan la primera impresión, el primer grito o el grito sucesivo e histérico. Cuando se trata con talento de provocar el miedo que sienten los protagonistas de la historia que se cuenta, la sensación en la sala -y en la sala de lectura- es que el miedo es más una circunstancia del alma que un arma tramposa con la que se provoca nuestra aprensión y nuestro -posible- terror. El talento, pues, se nota pronto, porque las pruebas son sencillas de verificar, y hay casos en que se nota desde la primera línea de la obra de arte -cuando ésta lo es-.

Los otros, de Alejandro Amenábar, es una prueba de ese talento finísimo que hay para escuchar el miedo que uno tiene en la memoria y para contarlo como se contaban los cuentos de nuestra infancia, para provocar desasosiego y amor, para que unos y otros se juntaran en torno a la mesa vieja a saber más de los sueños ajenos. En la película están esos colores que uno vio mientras escuchaba relatar el miedo que había alrededor, en los desvanes y en las huertas oscuras, en medio de las nieblas de la noche y del amanecer; para relatarlo, el artista se ha valido de una pintura que circula entre los límites de Vermeer y de Rembrandt, así que cuando uno se olvida del miedo que hay en la pantalla y en la sala, al mismo tiempo, como si todos fuéramos los otros verdaderos de la película, asiste también a la recreación sucesiva de imágenes que probablemente no soñó el cineasta, pero que ahora se convierten en sueños de sus espectadores. Hace falta mucho talento para tener tanta pintura en la memoria, en la que se tiene y en la que se intuye.

El glamour nace de dentro, como el miedo, y no hace falta que Amenábar abandone ese aire de joven que acaba de bajar de un barco para que Los otros, o todo lo que hace, se convierta en lo que llamamos, en este caso de veras, un acontecimiento. Él mismo lo dijo al comienzo de su estreno del jueves, en Madrid, al lado de los artistas que le ayudaron en el ánimo de su película: se sentía como descendiendo de un barco, instalado en la realidad de su tierra, sin otra ambición que seguir soñando. Resulta extraño, inquietante pero extraordinario, que un joven así haya dado un salto y haya roto el espejo como él lo ha hecho, sin duda con sus compañeros de riesgo, los artistas y sus productores, José Luis Cuerda y Fernando Bovaira. Cuerda, que ayudó a la cultura española a descubrir a Amenábar, decía el jueves que Alejandro se merece todo lo bueno que le pase. Viéndole -y viendo su cine- es obvio que su talento se merece la suerte. Es raro agradecerle a alguien que te haya hecho pasar miedo.

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