El monumento al fracaso
Hoy hace 40 años que comenzó a construirse el Muro de Berlín, símbolo de la división de Europa
Hace hoy 40 años que Alemania Oriental cerraba todo paso a Berlín oeste y comenzaba la construcción del muro, hoy ya triste historia. Era la una en punto de la madrugada del domingo 13 de agosto de 1961. El responsable máximo de aquella acción nocturna y muy premeditada, Erich Honecker, secretario de Seguridad del Partido Socialista Unificado de Alemania (SED), estaba decidido a aplicar las virtudes prusianas de la puntualidad total a la Operación Rosa, que el jefe del partido, Walter Ulbricht, le había encomendado. Soldados y obreros llegaban en centenares de camiones a Berlín con una misión sin precedentes: romper en dos partes incomunicadas una gran ciudad europea. Se hizo con prontitud, efectividad y la violencia requerida. Fue un éxito para Honecker y una inmensa tragedia para Alemania y Europa. Sobre todo para quienes vieron cómo sus seres queridos y los escenarios de su memoria quedaban tapados por un muro gris de hormigón que crecía con los años. También fue la declaración de ruina para quienes soñaban todavía con el socialismo real en libertad.
Aún un par de horas antes de comenzar la Operación Rosa no sabían nada de la labor que les iba a ser encomendada de inmediato los miembros de las milicias obreras (los grupos armados del partido comunista), los vopos (la Volkspolizei, policía popular), los cuadros medios del Ejército popular y de las tropas soviéticas estacionadas en la República Democrática Alemana y en el sector soviético de Berlín. Cierto que desde principios de verano circulaban rumores sobre medidas drásticas que supuestamente preparaba el régimen comunista de Alemania Oriental para acabar con la masiva huida de su población hacia Occidente. La frontera entre las dos Alemanias ya estaba cerrada, pero Berlín era hasta entonces ciudad abierta, debido al estatus especial acordado por las cuatro potencias vencedoras del nazismo en la II Guerra Mundial. Se había convertido en una gran herida abierta por la que el Estado comunista alemán se desangraba.
Unos tres millones habían utilizado Berlín en los diez años precedentes para dar la espalda al autodenominado 'paraíso de los trabajadores'. Casi 200.000 sólo en 1960. Primero se fueron los empresarios; después, los ingenieros y profesionales; después, los técnicos, y, una vez conocido el carácter del régimen después del aplastamiento de la rebelión obrera del 17 de junio de 1953, huían también los obreros. 'El último en irse, que apague la luz', decían los berlineses.
En la primavera de 1961, políticos, espías y analistas de los dos bloques en los que la guerra fría había dividido Europa sabían ya que la RDA era un proyecto inviable con una frontera abierta a Occidente. Aquel Estado nunca fue la solución ideal para Moscú por mucho que elogiara los supuestos éxitos de Walter Ulbricht, Wilhelm Pieck, o Erich Honecker, después. Todos aquellos comunistas alemanes que habían sobrevivido a las purgas de Stalin eran considerados por el Kremlin como fanariotas con exceso de celo recaudatorio de poder. Stalin había propuesto años antes una reunificación alemana bajo la condición de su neutralización, opción rechazada por Bonn y Washington.
Eso había sido ya después del primer pulso entre los bloques que tuvo por escenario Berlín. Cuando en 1948 Stalin manda bloquear las rutas de suministro a Berlin oeste desde Alemania occidental, EE UU organiza el mayor puente aéreo de suministro de la historia y lleva alimentos, combustibles y bienes de consumo e industriales a la ciudad. Berlín era el epicentro de ese terremoto de presiones, secuestros, espionaje, asesinatos, diplomacia falaz y amenazas de destrucción total mutua que fue la guerra fría.
Honecker cumplió con eficacia el 13 de agosto de 1961. Durante meses había estado Ulbricht mendigando una solución así en Moscú. Pero Nikita Jruschov no se decidía y los otros regímenes comunistas consideraban la construcción del muro como un grave revés para su imagen ante sus propias poblaciones.
Al final, la votación con los pies de los trabajadores en contra del régimen comunista, su huida sistemática hacia Occidente, puso al Kremlin ante un dilema atroz. Sin la medida de fuerza que pedían sus preocupados lacayos en Berlín Este, Alemania oriental sería pronto un páramo habitado por poco más que los soldados soviéticos allí estacionados. El colapso de la RDA podía provocar una insurrección en Polonia o en Hungría, dos países que ya habían demostrado en 1956 con mucha sangre que su vocación como pueblo estaba muy lejos de los designios de Moscú. Por primera vez desde 1917 el socialismo habría perdido y no ganado territorio. Muchos pueblos aplastados habrían pensado lo hasta entonces impensable: que la implantación de una dictadura comunista era reversible. Habrían de pasar veinte años para que tras el desastre de Afganistán y la revolución democrática de Polonia bajo Solidaridad demostrara que aquello impensable era posible.
Milicias obreras, vopos, Ejército y policía secreta ocuparon en unas horas a partir de la una de la mañana los cruces, calles, estaciones de metro y suburbano, que comunicaban el sector soviético con Berlín Oeste. Unidades especiales comenzaron a patrullar las alcantarillas y las redes de túneles y búnkeres de la guerra pasada. La gente huía por donde podía. Murieron centenares intentándolo. Muchas son aún muertes anónimas. La RDA pasó 28 años construyendo el muro, gastando dinero que no tenía en dispositivos de vigilancia y minas, en mentiras para convencer al mundo de que un muro para impedir salir a su gente era una muralla de protección contra el enemigo. Pero la información comenzó a saltar muros en los setenta y veinte años más tarde, aliados de la RDA decidieron abrir sus fronteras al mundo. Una nueva votación por pies de los alemanes orientales selló la suerte entonces, también en agosto, en 1989, del mayor símbolo de represión jamás construido. Y del régimen que lo construyó.
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