En caída libre
La crispación entre israelíes y palestinos ha alcanzado tal punto de confrontación -en el marco de un casi sarcástico alto el fuego- que hace ilusoria la reanudación a corto plazo de negociaciones de paz. Pero si algo deja en claro la cascada de enfrentamientos de cada día es la necesidad urgente de un despliegue de observadores internacionales. Ningún conflicto, ni siquiera uno tan enraizado como el de Oriente Próximo, puede soportar sin consecuencias que acabe escapándose al control de los gobernantes un crescendo de violencia como el atizado por la actual dinámica atentado-venganza.
Durante los dos últimos días, el inventario, siempre provisional, comprende una batalla campal en la Explanada de las Mezquitas de Jerusalén -o Monte del Templo, según quien denomine el lugar sagrado-; el estallido sin consecuencias de un artefacto en un supermercado israelí y de un coche bomba en un suburbio de Jerusalén; la muerte de seis extremistas palestinos de la facción de Arafat, en Cisjordania, en una gran explosión que para muchos es obra israelí y para otros un 'accidente de trabajo'; y el ataque por helicópteros artillados del cuartel general de la policía palestina, en Gaza. Otra tanda de víctimas mortales que añadir a la lista de más de 600 desde que comenzó la nueva revuelta hace 10 meses.
El primer ministro israelí hace del final de la violencia (palestina) precondición para cualquier posible dialógo. Pero son Sharon y su Gobierno los jueces de qué significa ese término. Tel Aviv tiene justamente claro que se refiere a atentados contra sus colonos, actos de terrorismo palestino o ataques contra sus fuerzas armadas. Pero, con hipocresía inadmisible, considera justas represalias los asesinatos selectivos ejecutados por su ejército, los desproporcionados asaltos de su aviación o sus blindados, o la destrucción sistemática de viviendas y cultivos. Y no menciona el estrangulamiento de los territorios palestinos, que está provocando el colapso de los medios de subsistencia de todo un pueblo.
En su intento por erigirse en medida de todas las cosas, el Gobierno israelí, cada vez más aislado, rechaza la idea de observadores internacionales, apoyada incluso por EE UU, su aliado incondicional, en la reciente cumbre de Génova. Todo lo más, se muestra dispuesto a considerar que se amplíe el número de agentes de la CIA destacados en la región. Los palestinos rechazaban ayer la idea de que los monitores, si finalmente se despliegan, sean exclusivamente estadounidenses. La magnitud de los acontecimientos y el riesgo de descontrol que acarrean exige una misión internacional, de la que no debe faltar Europa, con un mandato suficientemente explícito y creíble.
El presidente Bush ya ha tenido tiempo de calibrar que el relativo distanciamiento estadounidense, formulado como nueva política, no sirve para mejorar la situación. Washington, superpoder solitario y el único capaz de presionar eficazmente a Israel, debe aportar ahora su contribución para que Tel Aviv acepte una misión de observación. Los monitores internacionales no van a llevar la paz al territorio, ni a acercar las posiciones de los enemigos. Pero un testimonio desapasionado puede ayudar a aclarar los acontecimientos y a establecer un cierto clima de contención, llámese o no alto el fuego, sobre el que quepa después hacer una llamada a la imprescindible mesa de negociaciones.
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