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Columna
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USA

USA. Siempre USA. Para quienes nacimos tras la segunda guerra mundial, nuestros destinos han estado unidos, de una u otra manera, a las decisiones tomadas por los dirigentes de ese país. Mientras aprendíamos a caminar tuvimos que dar la bienvenida a Mr. Marshall. Durante los años sesenta y setenta, al igual que los jóvenes de medio mundo, pintábamos en los muros aquello de yankees go home. Eran los tiempos del intervencionismo norteamericano en cualquier lugar del planeta en el que tuviera lugar un proceso social o político emancipador con voluntad de autonomía respecto a los dictados de la gran potencia de occidente. Protestábamos por la presencia yankee en Vietnam, en Chile y, ya más tardíamente, en Centroamérica.

Luego se acabó la guerra fría y, ya sin enemigo, los USA decidieron dominar el mundo en solitario. Establecieron poco a poco un dominio para el que ya no hacía falta intervenir militarmente. Bastaba con dictar las normas de un sistema al que todos se habían incorporado. Quedaban fuera, eso sí, Cuba, Corea del Norte, Libia o Irak, pero poco importaba. Además, tras la Guerra del Golfo, estos países se convirtieron en un filón como actores secundarios en las campañas electorales de los EE.UU. Sus sesudos inspiradores comprendieron bien que unos cuantos bombardeos eran la manera más rápida y barata de encender los ánimos patrióticos y ganar un puñado de votos.

En nuestros días, ya con todos dentro del redil, los dirigentes norteamericanos se hacen los remolones a la hora de intervenir allá donde la pobreza, el deterioro social, o el fundamentalismo étnico o religioso -que en último término es también consecuencia de los anteriores- provocan que las sociedades se desangren en medio de cruentas luchas por gestionar la miseria de las gentes o imponerles unas creencias religiosas. No es su guerra. Ya no. Que intervengan si quieren los europeos, tan demócratas y defensores de los derechos humanos como dicen ser.

Ahora los dirigentes USA prefieren dedicar su tiempo y sus esfuerzos a perpetuar su hegemonía dentro del sistema único. Para ello nada mejor que reemprender la carrera armamentística con el famoso escudo antimisiles, no sea que dentro de unos años alguien -principalmente los chinos, pues lo de Rusia parece que va más de farol para contentar a la opinión pública- intente disputarles dicha hegemonía. Y, por supuesto, nada mejor que impedir cualquier intento de control a lo que el Pentágono decida en materia de armamentos. Por ello, Bush acaba de vetar la renovación del Tratado sobre Armas Biológicas, en el que desde hace seis años venía trabajándose bajo los auspicios de la ONU. Y, por si había alguna duda , Kioto. ¿Quién es la comunidad internacional para decidir cuanto deben contaminar las industrias norteamericanas? ¿Qué importa lo que pueda ocurrirles a las futuras generaciones si todavía no han nacido, si no tienen voz ni representación alguna, si no dan ni quitan votos?

Queriendo tal vez redimirse ante la historia, tras el chusco asunto de la becaria, Clinton acabó su mandato viajando por Africa y anunciando un nuevo compromiso de los USA con los pobres del mundo. Pero Bush se ha encargado de poner las cosas en su sitio y de dibujar con precisión los trazos de lo que nos espera durante los próximos años, y quien sabe si décadas. Es la nueva geopolítica, la que se corresponde mejor con los tiempos de la globalización. Ya no hay amenaza soviética que prevenir, ni enemigo comunista que combatir. Tampoco existen contrapesos de otro tipo. Europa no es alternativa de nada y algunos de sus dirigentes -con Aznar y su ministro de Asuntos Exteriores a la cabeza- parecen competir a la hora de rendir pleitesía y ganarse los favores del todopoderoso Bush. No, hoy los muros de las ciudades del mundo no exhiben ya la famosa frase yankees go home. Como ocurrió con Vietnam, tal vez tenga que ser la propia sociedad norteamericana la que reaccione. Mientras tanto, los dirigentes de un país que apenas representa el 4% de la población mundial, y a los que sólo vota el 50% de la sociedad estadounidense, seguirán decidiendo sobre nuestras vidas y sobre las de quienes aún no han nacido.

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