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Tribuna:EL MEDITERRÁNEO Y EUROPA
Tribuna
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¿Mare Nóstrum?

Para la UE, según el autor, es clave que el Mediterráneo, zona de alta densidad de conflictos, sea un verdadero mar común

De Marruecos a Turquía -por no hablar de los Balcanes-, el Mediterráneo emerge hoy en la escena internacional como una región salpicada de problemas. La frágil transición marroquí, el vendaval argelino o la paz siempre en proceso -¿de qué?- en Oriente Próximo son sólo algunas de las cuestiones que llevan ya muchos años abiertas a la espera de una salida. Una solución que, por desgracia, en muchos casos aparece cada vez más lejana y a menudo también más traumática. Pocas zonas en el mundo presentan una densidad tan notable de conflictos, efectivos o potenciales, con las consecuencias obvias que ello tiene para la estabilidad política, el desarrollo económico y la seguridad de los distintos países y del conjunto de la región.

Se ha avanzado poco en el objetivo de hacer del Mediterráneo una zona de prosperidad compartida
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Para Europa, el Mediterráneo es clave. Y ello por varias razones: porque ha existido una relación histórica profunda entre las dos orillas -una relación que ha sido fecunda y dolorosa a la vez-, porque cada vez es más relevante la cuestión migratoria derivada de la opuesta dinámica demográfica y las diferencias en nivel de desarrollo que se observan entre las dos orillas, y también, por qué no decirlo, porque la estabilidad del Norte puede estar directamente afectada por la estabilidad del Sur. La relación de la UE con su frontera sur no puede plantearse por ello en los mismos términos en que se plantea la relación con otras regiones del mundo, ya sean Asia, el África subsahariana o incluso Iberoamérica. Claramente, la política euromediterránea debe plantearse desde un grado especial de compromiso y de ambición que la sitúe más cerca del trato otorgado a los países candidatos a la adhesión que a la relación que se mantiene con otras zonas del mundo.

Inmersa en esta lógica, la Declaración de Barcelona de 1995 marcó un salto cualitativo en la relación entre los países de la Unión y los 12 países del sur del Mediterráneo. De un esquema hasta entonces poco articulado y difuso se pasó a una verdadera política, multilateral e integral a la vez, que abarcaba todos los ámbitos de relación posibles: político, económico y social-cultural. Fue un paso trascendental, porque por primera vez el Mediterráneo adquirió carta de naturaleza dentro de la política exterior de la Unión. El objetivo último explícito de esa asociación era la creación de un área común de prosperidad y seguridad en el Mediterráneo.

Seis años después de esa declaración, el balance del Proceso de Barcelona arroja claroscuros. Es cierto que hoy el Mediterráneo tiene una entidad propia en el ámbito de la política exterior de la Unión, que hay un diálogo político profundo en áreas sensibles (como el terrorismo) y que se ha avanzado de forma sustancial en la integración comercial entre las dos orillas. Pero también es verdad que los retrocesos observados en el proceso de paz entre Israel y el mundo árabe han impedido avances más sensibles en la relación política, que el Programa Meda (dedicado fundamentalmente a facilitar la transición de los países del Sur) ha presentado niveles de ejecución bajísimos y que el fomento de los contactos culturales y sociales ha carecido de la profundidad pretendida.

El resultado de todo ello es que apenas se ha avanzado, cuando no se ha retrocedido, en el objetivo original de hacer del Mediterráneo una zona de prosperidad compartida. En términos de renta per cápita, por ejemplo, las distancias absolutas y relativas entre el Norte y el Sur han aumentado, salvo algunas excepciones, desde el año 1995. Salvo Chipre, Israel, Malta y Túnez, todos los demás países mediterráneos han perdido terreno respecto a la media de la UE en la última década. Y es importante señalar que este proceso de divergencia se produce partiendo de una brecha ya muy ancha: piénsese que, por ejemplo, en el año 1995, Marruecos, Egipto y Siria tenían una renta per cápita que apenas alcanzaba los 2.800 dólares-año, frente a una media de alrededor de 18.000 dólares-año en la UE; ¡o sea, una relación prácticamente de 1 a 7! Seguramente, el Mediterráneo es hoy la zona del mundo donde en un espacio geográfico más reducido se observa una mayor brecha en términos de bienestar.

Existe la tentación -nada inocente- de atribuir la responsabilidad de todas estas carencias a los propios países del Sur. Hasta que no pongan su casa en orden -se dice-, hay poco que hacer y, por tanto, es mejor dedicar los esfuerzos (y los recursos) a otras zonas del mundo (por ejemplo, a los países del este de Europa). No falta razón en este tipo de apreciaciones: sin duda, la responsabilidad en la mejora de la situación en los países del sur del Mediterráneo recae, en primer lugar, y de forma principal, en sus propios gobiernos. Es urgente la puesta en marcha de políticas internas que aceleren los procesos de transición política y económica, y es perentorio también avanzar en la integración comercial y financiera entre las economías del Sur. Es encomiable la iniciativa de cuatro países por avanzar en su integración comercial, pero no podemos olvidar que todavía hoy permanece cerrada la frontera entre algunos países sureños (por ejemplo, entre Marruecos y Argelia, en una situación que no tiene parangón en el mundo si se exceptúa el caso de las dos Coreas), y allí donde está abierta, el comercio sur-sur apenas supone el 5% del comercio exterior de esos países. El compromiso inequívoco de reforma por parte de los países del Sur es condición necesaria para la mejora de la situación en el Mediterráneo, ¿pero es suficiente?

Desde la Declaración de Barcelona de 1995, sabemos que la respuesta a esa pregunta es negativa. Y no sólo eso: de la experiencia de los últimos años con los países candidatos a la ampliación sabemos que la capacidad de la UE de influir en los procesos de transición política y económica de países terceros está directamente relacionada con los compromisos asumidos. De ahí que, sobre la base de lo conseguido en los últimos seis años, resulte imprescindible avanzar más y más rápidamente en el desarrollo de la política euromediterránea. Hay que tratar de ampliar el diálogo político, hay que abrir más los mercados a los productos del Sur (sobre todo los agrícolas y, en general, aquellos más intensivos en mano de obra), hay que entender que los flujos comerciales acaban siendo sustitutivos de los flujos de personas, hay que reforzar los mecanismos que faciliten un aumento de los flujos de inversión, y hay que conseguir mayor permeabilidad entre las respectivas sociedades civiles, fomentando los contactos que trasciendan las élites políticas y administrativas y alcancen también al mundo universitario, cultural...

En definitiva, mayor compromiso, en cantidad y en calidad, para ganar credibilidad, legitimidad y, con ello, capacidad de influencia. La Estrategia Común de la UE para la Región Mediterránea, aprobada hace un año, fue un paso adelante significativo; un paso que hay que desarrollar con actuaciones concretas y, sobre todo, con mayor determinación política. La irrenunciable ampliación hacia el Este no debe distraer la necesaria atención que la UE debe prestar al Mediterráneo. Los países ribereños del Sur cuentan hoy con 220 millones de habitantes, que serán 300 en apenas unos años. Estas cifras hablan por sí mismas de lo que está en juego, en términos de oportunidades y también de riesgos.

Hemos dedicado todos, en el Norte y en el Sur, mucho tiempo al diagnóstico de la situación. La credibilidad de ese compromiso redoblado pasa ahora por la acción: por hacer del Mediterráneo un mar común, un verdadero Mare Nostrum. Es mucho lo que nos va en el empeño.De Marruecos a Turquía -por no hablar de los Balcanes-, el Mediterráneo emerge hoy en la escena internacional como una región salpicada de problemas. La frágil transición marroquí, el vendaval argelino o la paz siempre en proceso -¿de qué?- en Oriente Próximo son sólo algunas de las cuestiones que llevan ya muchos años abiertas a la espera de una salida. Una solución que, por desgracia, en muchos casos aparece cada vez más lejana y a menudo también más traumática. Pocas zonas en el mundo presentan una densidad tan notable de conflictos, efectivos o potenciales, con las consecuencias obvias que ello tiene para la estabilidad política, el desarrollo económico y la seguridad de los distintos países y del conjunto de la región.

Para Europa, el Mediterráneo es clave. Y ello por varias razones: porque ha existido una relación histórica profunda entre las dos orillas -una relación que ha sido fecunda y dolorosa a la vez-, porque cada vez es más relevante la cuestión migratoria derivada de la opuesta dinámica demográfica y las diferencias en nivel de desarrollo que se observan entre las dos orillas, y también, por qué no decirlo, porque la estabilidad del Norte puede estar directamente afectada por la estabilidad del Sur. La relación de la UE con su frontera sur no puede plantearse por ello en los mismos términos en que se plantea la relación con otras regiones del mundo, ya sean Asia, el África subsahariana o incluso Iberoamérica. Claramente, la política euromediterránea debe plantearse desde un grado especial de compromiso y de ambición que la sitúe más cerca del trato otorgado a los países candidatos a la adhesión que a la relación que se mantiene con otras zonas del mundo.

Inmersa en esta lógica, la Declaración de Barcelona de 1995 marcó un salto cualitativo en la relación entre los países de la Unión y los 12 países del sur del Mediterráneo. De un esquema hasta entonces poco articulado y difuso se pasó a una verdadera política, multilateral e integral a la vez, que abarcaba todos los ámbitos de relación posibles: político, económico y social-cultural. Fue un paso trascendental, porque por primera vez el Mediterráneo adquirió carta de naturaleza dentro de la política exterior de la Unión. El objetivo último explícito de esa asociación era la creación de un área común de prosperidad y seguridad en el Mediterráneo.

Seis años después de esa declaración, el balance del Proceso de Barcelona arroja claroscuros. Es cierto que hoy el Mediterráneo tiene una entidad propia en el ámbito de la política exterior de la Unión, que hay un diálogo político profundo en áreas sensibles (como el terrorismo) y que se ha avanzado de forma sustancial en la integración comercial entre las dos orillas. Pero también es verdad que los retrocesos observados en el proceso de paz entre Israel y el mundo árabe han impedido avances más sensibles en la relación política, que el Programa Meda (dedicado fundamentalmente a facilitar la transición de los países del Sur) ha presentado niveles de ejecución bajísimos y que el fomento de los contactos culturales y sociales ha carecido de la profundidad pretendida.

El resultado de todo ello es que apenas se ha avanzado, cuando no se ha retrocedido, en el objetivo original de hacer del Mediterráneo una zona de prosperidad compartida. En términos de renta per cápita, por ejemplo, las distancias absolutas y relativas entre el Norte y el Sur han aumentado, salvo algunas excepciones, desde el año 1995. Salvo Chipre, Israel, Malta y Túnez, todos los demás países mediterráneos han perdido terreno respecto a la media de la UE en la última década. Y es importante señalar que este proceso de divergencia se produce partiendo de una brecha ya muy ancha: piénsese que, por ejemplo, en el año 1995, Marruecos, Egipto y Siria tenían una renta per cápita que apenas alcanzaba los 2.800 dólares-año, frente a una media de alrededor de 18.000 dólares-año en la UE; ¡o sea, una relación prácticamente de 1 a 7! Seguramente, el Mediterráneo es hoy la zona del mundo donde en un espacio geográfico más reducido se observa una mayor brecha en términos de bienestar.

Existe la tentación -nada inocente- de atribuir la responsabilidad de todas estas carencias a los propios países del Sur. Hasta que no pongan su casa en orden -se dice-, hay poco que hacer y, por tanto, es mejor dedicar los esfuerzos (y los recursos) a otras zonas del mundo (por ejemplo, a los países del este de Europa). No falta razón en este tipo de apreciaciones: sin duda, la responsabilidad en la mejora de la situación en los países del sur del Mediterráneo recae, en primer lugar, y de forma principal, en sus propios gobiernos. Es urgente la puesta en marcha de políticas internas que aceleren los procesos de transición política y económica, y es perentorio también avanzar en la integración comercial y financiera entre las economías del Sur. Es encomiable la iniciativa de cuatro países por avanzar en su integración comercial, pero no podemos olvidar que todavía hoy permanece cerrada la frontera entre algunos países sureños (por ejemplo, entre Marruecos y Argelia, en una situación que no tiene parangón en el mundo si se exceptúa el caso de las dos Coreas), y allí donde está abierta, el comercio sur-sur apenas supone el 5% del comercio exterior de esos países. El compromiso inequívoco de reforma por parte de los países del Sur es condición necesaria para la mejora de la situación en el Mediterráneo, ¿pero es suficiente?

Desde la Declaración de Barcelona de 1995, sabemos que la respuesta a esa pregunta es negativa. Y no sólo eso: de la experiencia de los últimos años con los países candidatos a la ampliación sabemos que la capacidad de la UE de influir en los procesos de transición política y económica de países terceros está directamente relacionada con los compromisos asumidos. De ahí que, sobre la base de lo conseguido en los últimos seis años, resulte imprescindible avanzar más y más rápidamente en el desarrollo de la política euromediterránea. Hay que tratar de ampliar el diálogo político, hay que abrir más los mercados a los productos del Sur (sobre todo los agrícolas y, en general, aquellos más intensivos en mano de obra), hay que entender que los flujos comerciales acaban siendo sustitutivos de los flujos de personas, hay que reforzar los mecanismos que faciliten un aumento de los flujos de inversión, y hay que conseguir mayor permeabilidad entre las respectivas sociedades civiles, fomentando los contactos que trasciendan las élites políticas y administrativas y alcancen también al mundo universitario, cultural...

En definitiva, mayor compromiso, en cantidad y en calidad, para ganar credibilidad, legitimidad y, con ello, capacidad de influencia. La Estrategia Común de la UE para la Región Mediterránea, aprobada hace un año, fue un paso adelante significativo; un paso que hay que desarrollar con actuaciones concretas y, sobre todo, con mayor determinación política. La irrenunciable ampliación hacia el Este no debe distraer la necesaria atención que la UE debe prestar al Mediterráneo. Los países ribereños del Sur cuentan hoy con 220 millones de habitantes, que serán 300 en apenas unos años. Estas cifras hablan por sí mismas de lo que está en juego, en términos de oportunidades y también de riesgos.

Hemos dedicado todos, en el Norte y en el Sur, mucho tiempo al diagnóstico de la situación. La credibilidad de ese compromiso redoblado pasa ahora por la acción: por hacer del Mediterráneo un mar común, un verdadero Mare Nostrum. Es mucho lo que nos va en el empeño.

Miquel Nadal es secretario de Estado de Asuntos Exteriores.

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