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Columna
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Génova, piel roja

Vicente Molina Foix

Tengo un amigo tan antisistema que toda la prensa, radio y televisión le parecen medios serviles de un único poder explotador, con lo cual no se había enterado bien de lo de Génova. Furibundo enemigo del Gobierno de Aznar, mi amigo estaba convencido de que la reunión de los Grandes del mundo se celebraba no en la ciudad italiana, sino en la sede central del PP, y al joven muerto por bala lo situó en la madrileña calle de Génova, cerca del metro de Alonso Martínez. Le deshice el malentendido, pero le daba un poco igual: 'Aznar es el padrino de Berlusconi en la gran mafia de la derecha, y él también habría ordenado disparar contra los manifestantes; en Barcelona, sus esbirros han estado toda la semana apaleando a unos okupas pacíficos'.

Tengo otros amigos menos radicales. Dos de ellos, un hombre y una mujer de mi edad, sienten naturalmente una disposición favorable a los grupos antiglobalización, pero como viven en el País Vasco y no son nacionalistas, la violencia callejera que han visto en Génova les ha traído la pesadilla de la kale borroka. Tienen ambos temperamento ecologista, cotizan en varias ONG y aun así no comprenden al primer amigo radical, que les parece un engañado 'aldeano antiglobal', ni me comprenden a mí, que leo a diario la prensa, sé distinguir -creo- entre derecha e izquierda, no arraso sedes bancarias a mi paso y, sin embargo, sería un manifestante sentimental o virtual frente a la calle de Génova de Madrid y también en las hermosas avenidas en pendiente de la capital de la Riviera italiana.

Soy más cobarde, mayor y menos impulsivo que los que han ido a Italia a vociferar contra el Gran Poder, pero comparto con ellos un malestar de la cultura más fuerte que mi tendencia pacífica. No me gustan los cascotes en la calle, las papeleras arrancadas, los escaparates rotos, pero me gusta menos:

- el rostro aterido de los subsaharianos cuando la lancha costera los detecta apiñados en la patera (otras veces el rostro fotografiado ya está gélido por una muerte en el agua). Vienen desesperadamente a nosotros porque nosotros no miramos solidariamente hacia ellos.

- las piras de animales sacrificados y después sepultados (en un 'entierro de Estado' que pagamos todos con la contribución) por haber sido engordados para aumentar la ganancia de unos defraudadores legalmente tolerados.

- el consenso que la Europa unida y Estados Unidos alcanzan para bombardear Irak o Serbia y el abandono a los palestinos bombardeados desde helicópteros sionistas en sus poblados inseguros y pobres.

- la palabra fusión aplicada al mundo editorial, que va directamente contra la literatura que no sigue modas, los libreros que no venden churros y los libros que a mí me gusta leer y me gustaría yo mismo escribir.

- el concepto 'libertad de mercado' aplicado al cine, que supone la colonización norteamericana de las pantallas europeas, el arrinconamiento en guetos de la producción independiente, la asfixia de las pequeñas cinematografías nacionales, la tendencia a que el cine de acción haga desaparecer el cine de autor.

- la palabra éxito como único referente de la programación de todas las televisiones, incluidas las públicas. Las palabras 'obra de éxito' puestas por encima o en lugar de las palabras 'obra de arte'.

Podría seguir con esta lista ingenua de razones antiglobales. ¿Son culpables de todos esos males los altos dignatarios que se reúnen para nuestro bien y acaban tan mal como en Génova (la ciudad, no la calle)? ¿No estaré siendo yo, como los más exaltados manifestantes veinteañeros, un maximalista de la buena conciencia? Me contaron la historia de Seattle. La ciudad donde empezó el movimiento antiglobal se llama así por un jefe indio, Noah Seattle, al que en el siglo XIX los colonos americanos quisieron comprarle dos millones de acres de un territorio salvaje. '¿Cómo podemos vender la frescura del aire y el centelleo del agua, que no nos pertenecen?', dijo Noah. Para evitar la guerra, el jefe vendió, y a la ciudad fundada en el territorio le pusieron su nombre. Ahora quizá una plaza genovesa lleve el nombre del muchacho acribillado. Basta de símbolos. De reuniones. Somos -aún- dueños del aire, el agua y el producto de nuestro esfuerzo, y no nos gusta el precio que ponen nuestros compradores.

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