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Columna
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La madre del arte

Porque sea verano, no quiero ser sentimental, pero, leyendo el hermoso libro de Soledad Puértolas Con mi madre (Anagrama), he recordado a la mía, que murió a una edad y en circunstancias parecidas a las de la madre de la escritora, y caigo después en la cuenta de lo lleno de madres que está el arte. Igual que la vida, ¿no? Padres de gran relieve tampoco faltan, en el odio (el padre de la carta de Kafka) y en la añoranza, como ese anciano rey esclavo del Turandot de Puccini, ligado a una melodía, la del reconocimiento del padre perdido, que para mí destaca entre los momentos conmovedores de la música. Uno acaba, con todo, volviendo con mayor ansia a la madre. La del joven Hamlet, la reina Gertrudis, cuya deserción (por sus segundas nupcias más que por la sospecha de adulterio y crimen) es lo que en realidad mueve el desasosiego y la venganza del príncipe; la propia madre viuda y recoleta que el refinado dandi Whistler retrató en 1871 y -por escapar tal vez de la excesiva emoción filial- tituló estéticamente Composición en gris y negro; la de El extranjero, de Camus, que su hijo Meursault no quiere ver muerta en el depósito de cadáveres del asilo, pero nosotros, lectores, seguimos viendo figuradamente en la novela a través de la fatal ausencia sentida por Meursault.

A mí, que tengo ahora la edad que tenía mi madre cuando yo menos la comprendí, me acompañan en todo momento su físico y la presencia de su carácter. Palabras peculiares, muy valencianas, que ella decía, manías, rasgos, incómodas herencias genéticas. Muchos ratos oigo el estómago flatulento de mi madre dentro del mío, y me siento bien cuando el espejo, que ya da pocas alegrías, descubre en mi cara una mancha que antes fue idénticamente suya. En el memorable capítulo 'Ademuz' de su última novela, Sefarad, Muñoz Molina describe con una voz masculina (que va adoptando polifónicamente palabras y vivencias de las mujeres evocadas) la imborrable parte o matriz simbólica que una hija recibe de su madre moribunda y ella misma ostenta sin darse cuenta. ¿Por qué quedan las madres tan especialmente dentro de nosotros, hijos e hijas, llegando a veces a hablar su boca por la nuestra y a expresarse mejor que nosotros mismos? Soledad Puértolas (que comparece en el libro como hija oyente de su madre, pero también como madre narradora de sus dos hijos adultos) lo apunta muy bien en Con mi madre. Las madres tienen en depósito el relato, como los hombres tenían la iniciativa del viaje y las guerras. Este esquema conyugal se ha quedado, naturalmente, obsoleto, y más que se va a quedar. Numerosas madres modernas eligen (a la par que los hombres) contar dinero en la Bolsa o la banca de la vida, y, al llegar a casa, el niño se ha dormido delante de la tele o no hay tiempo para Los tres cerditos. Muchas veces ni siquiera vuelve al hogar un padre o una madre en el sentido estable de la palabra. La familia moderna, sin embargo, no acabará con el deseo que todos tenemos de saber cómo fuimos cuando apenas éramos; el deseo de volver a escuchar los triunfos y las desgracias de cada uno de nuestros abuelos; el deseo inquietante de averiguar por qué vivimos así y no de otra forma más rica o poderosa; el deseo de que alguien que está antes que tú, por encima y dentro de ti, te diga los secretos de ese mundo mejor que ha de existir. Quizá la revolución tecnológica y la cantidad de cambios sociales y sexuales que están por llegar dejen en un olvidado país de fábula a los hermanos Grimm, a Calleja, a Richmael Crompton y hasta a los nuevos autores que hoy escriben para los niños cuentos políticamente avanzados. El libro en sí o los soportes donde el relato se explaye también es posible que sufran raras metamorfosis. Ojalá no. En cualquier caso, habrá siempre una madre. Entiéndanme. Una voz femenina anterior, que suele coincidir, mientras la ingeniería genética no lo rectifique del todo, con la de la mujer que llevó dentro de su cuerpo el germen de tu novela vital y después, mientras tú creces y haces crecer a tu lado personajes y episodios propios, te irá recordando, como a Soledad Puértolas su madre, ese día nevado de San Blas, esa terraza de bar y lo que llevabas puesto. Tú estabas a su lado, pero ella también lo vivió por ti, y desde entonces te lo ha contado para enseñarte a ti a contarlo.

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