Investiduras e imposturas
Me quedé la semana pasada en el relato del extraordinario conflicto creado por la erección de fronteras en Cantabria. Que ¿cómo terminó aquello? De una manera muy simple. Pasó el fin de semana, llegó el lunes y se acabó la fiesta. El policía volvió a controlar pasaportes en el ferry, la patrullera se volvió a Tarifa a interceptar inmigrantes de verdad y los vecinos de Ontón guardaron de nuevo la barrera de aduanas en su granero porque había que ocuparse de las vacas.
De modo que me volví a Euskadi, un lugar donde la fiesta no se acaba nunca. Ahora mismo estamos de investidura y, no sé por qué, me viene a la cabeza otra que viví en Francia de pequeña y, luego, de no tan pequeña.
En 1958 tenía yo 13 años y vivía con mis padres en París. Apenas si me enteré de que había un nuevo presidente que se llamaba De Gaulle y levantaba ambos brazos a la vez, diciendo: 'français, françaises'. Sí vi que a mi padre no le gustaba mucho este señor. Al fin y al cabo, él perteneció a la Resistance y nunca se fió del general. Decía: 'Al fin ha conseguido dar su golpe de Estado. Ahora sí que va a costar desalojarle del poder'. Hasta bastantes años después no pude comprender esas palabras. Porque en España había otro general, éste en superlativo, que era la causa de que residiéramos en Francia. Y, como decía mi madre, no había comparación entre los dos, aunque ambos organizasen de vez en cuando referéndums.
En el 58, Salan y su quarteron, los generales de Argelia, amenazaban con un golpe, en este caso un putsch, y el descrédito de las instituciones amenazaba con el desorden social. De Gaulle, también un 13 de mayo, prometió evitar ambas cosas al precio de convertirse él mismo en presidente con una concentración de poderes que no se conocía en Francia desde tiempos del imperio.
Tuvieron que pasar diez años para que llegase mayo del 68. Entonces, los estudiantes tomaron las calles y el gobierno se quedó sin televisión, sumada también a la huelga. De Gaulle repitió su jugada preferida. Desapareció durante 24 horas, durante las cuales corrió el rumor de que iba a traer de Alemania al general Massu con su brigada acorazada (traducido, que viene la Brunete). Al mismo tiempo dejaba a las clases medias de Francia sin el único símbolo de autoridad en que se había convertido él mismo. Consecuencia inmediata: un millón de parisinos con ikurriñas francesas se manifestaron en los Campos Elíseos a favor de que nada cambiase. De Gaulle convocó elecciones y las ganó. Aunque, paradojas de la vida, un año más tarde, perdió el referéndum que había prometido y dimitió. Y es que, para entonces, ya no había un peligro del que pudiera presentarse él mismo como salvador.
Ahora en Euskadi tenemos la amenaza terrorista (que pende sobre la vida de unos) y el peligro español (sobre los sueños de otros). Los primeros ya tienen bastante entretenimiento con examinar los bajos de su coche. Y los otros duermen confiados en que su lehendakari mantendrá a raya la división acorazada de Madrid.
Las condiciones objetivas están por tanto dadas para que en la investidura se produzca la transfiguración del lehendakari. Fijémonos pues atentamente, no vayamos a perdernos el momento sublime. Porque en una fracción de segundo puede pasar de ser el representante legal del Estado y la Constitución, a convertirse en el símbolo de la insumisión contra el sistema democrático. Es su momento de gloria y está bien que lo sea; porque yo misma, al votar a otro candidato, le he legitimado democráticamente como mi presidente. Pero le he legitimado para que cumpla la ley y la haga cumplir. No para que me salve de mí misma perdonándome la vida a cambio de renunciar a mis derechos ciudadanos. Ya De Gaulle me engañó cuando tenía trece años. Y una vez vale, pero dos no.
Ibarretxe nos anuncia un referéndum sobre la autodeterminación. Atentos colegas, no vaya a hacernos alguna propuesta que no podamos rechazar.
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